Las pesas de la vida. Relato pequinés

Confieso que he amado mujeres más fuertes que yo. Tenían cuatro o seis veces mis brazos, y levantaban hasta más de dos veces mi peso, pero no me importó: aprendí a quererlas. No recuerdo qué día fue de esta semana, sólo recuerdo que era ya bien entrada la noche, y que estaba viendo la gimnasia femenina, lo único indispensable que debe verse en olimpiadas, decía yo, hasta entonces. En eso y de pronto el locutor dijo y ahora vamos a la halterofilia femenina, y yo me morí, me indigné, me dije que aquello era una contradicción en los términos, que no había tortura igual que pasar con violencia de la gracia de las gimnastas a la pujanza de mujeres que podrían molerme en el acto. Estuve tan equivocado. Poco a poco fui pasando de la indiferencia a la comprensión del drama que aquellas mujeres protagonizaban. Ochenta kilos. Ciento veinte kilos. Ciento cincuenta kilos. El peso no importaba: las pesas eran las mismas, eran la misma dificultad a ser levantada. La diferencia, la dificultad, estaba en las chicas mismas. Ellas no debían simplemente levantar la pesa, no. De eso no se trataba, sino de usar sus propias habilidades para vencer sus propios miedos, sus frustraciones, y hacer realidad sus ilusiones.

Recuerdo por ejemplo a la chica venezolana, Iriner, y a sus tres intentos fallidos por levantar las pesas. Ponía sus manos en la barra, respiraba, la levantaba mientras bajaba la pelvis casi al ras del suelo, y luego… nada, le faltaba la fuerza en los muslos para alzarse con todo y pesas, y las dejaba caer. La colombiana Leidy era otra cosa. Tomaba la barra de las pesas, respiraba, y las alzaba en una, gritando con decisión. Entonces ya tenía la barra de las pesas apoyada sobre las clavículas. Un esfuerzo más y listo: las pesas por todo lo alto, y los aplausos. A Iriner la gente también le aplaudía, y con más fuerza cada vez, quizá por esa natural solidaridad que felizmente a veces los humanos exhibimos cuando nos identificamos con la pasión de alguien. Iriner quería levantar las pesas, pero no podía. Eran sus muslos, se veía clarito: no tenían la fuerza para alzarse. Pero quizá ella no se daba cuenta de dónde estaba el problema. Quizá la presión por lograr alzar las pesas se fue acumulando, y la frustración por no poder hacerlo, intento tras intento, la fue nublando. La frustración era una bola de nieve que se manifestó nítidamente al final: en el tercer y último intento, cuando cayó al piso por última vez, estaba rendida, los ojos perdidos, no de cansancio, de confusión: era una levantadora de pesas que no las levantaba. Iriner se permitió dudar al momento de permanecer mucho tiempo al ras del piso con las pesas en las manos y las piernas dobladas. Leidy no dudó: su grito era el correlato de su decisión mientras se alzaba juntamente con las pesas.

Duda y decisión. Dos maneras de pararse frente a unas inmóviles pesas. Y tras las chicas, en la sala anexa al escenario de los jueces y de la competencia, el reloj. Un reloj electrónico marcaba el tiempo en retroceso, mostrando el cada vez menor tiempo que les quedaba para salir frente a los jueces, frente a las pesas. Como en la vida. No vemos el reloj, pero cada vez nos queda menos tiempo para hacer eso que tengamos que hacer.

Y yo ya no quiero dudar.

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