Nocturno agitado. Cuatro escenas pequinesas con coda limeña

Pekín y Lima tienen seguramente muy poco en común; como, por ejemplo, el hecho de que ambas ciudades viven en mí en estos días: una pues porque en fin; y la otra, pues por la TV. Por ejemplo, de noche, anteayer.


1

Veía yo de madrugada la competencia de ciclismo BMX -que es una especie de motocross para bicis montañeras, con montículos de arena y curvas-, en los cuartos de final, y en eso mi mamá me pregunta que si acaso en aquellas competencias se caerán, y en esas ¡zas!, que se va para abajo más de uno.


2

Algo después, en la competencia de taekwondo femenino, leo en la pantalla que se enfrentan la marroquí y la iraní, y me digo si será remotamente posible que acaso a la iraní se le ocurra aparecerse con alguna suerte de velo, y en eso ¡zas!, que la iraní se aparece con un velo blanco -sobre el que luego ajustó el casco-, y aún había más, que su entrenadora venía también con velo, pero negro. ¿La ganadora? La de la cabeza envuelta.


3

De vuelta al ciclismo BMX, creo que también otra ronda de cuartos de final, se sueltan los competidores desde lo alto de una rampa, y van, y vuelan todos muy parejos. Adelante iba un estadounidense; atrás de él iba un fulano que era el segundo; a su izquierda, algo más atrás, iba un negro sudafricano que era tercero; y más atrás de ellos venían zutano, perencejo y otros. Me quedé viendo al negro. No es broma, ni hay doble sentido: llanamente me llamó la atención. No sé por qué. Quizá porque era el único negro en medio de tanto blanco. Quizá porque como era sudafricano me asaltó la peregrina idea de que ganaba y que Charlize Theron se aparecía y le ponía la medalla y le ceñía la corona de laurel -que no entregan- y sonreía con sus hombros descubiertos y les tomaban fotos y todos nos llenábamos de regocijo. No lo sé. Lo cierto es que el norteamericano que encabezaba la carrera se vino al suelo, y tras él el segundo, y tras ellos los otros merenganos; y el sudafricano, que providencialmente venía tercero en otro carril, de modo que ningún caído se cruzaba en su camino, pues, vino a ser ahora el primero vaya. Y pedaleó y pedaleó, perseguido por los nuevos y milagrosos segundo y tercero, hasta que llegaron los tres a la meta, con el negro de primero. Los tres pedaleaban tranquilos, dando vueltas frente a la meta, tras de la que se extendía la pista, larga y vacía como el tiempo que faltó para que llegaran el cuarto, el quinto… todos los caídos.


4

Antes de irme a dormir, dos hombres, uno ucraniano, de celeste, y otro turco, de rojo, tan pesados como yo, se dieron a la lucha estilo libre por el oro olímpico. La pelea iba parejísima. La gente gritaba a rabiar. Los entrenadores también, claro. Pero, además, al ucraniano le gritaba desde las galerías una chica, casaca celeste, rubia, ojitos claros, quién sabe si verdes o celestes. Había que ver cómo vivía la pelea esa chica. Cómo sufría. Cuando el fin de la lucha se acercaba, y ya parecía que ganaba el turco -como efectivamente sucedió-, la rubia volteaba el rostro con desconsuelo, la mano en la cabeza, los ojos al techo, los labios al suelo.

¿Sería su novia, su esposa? ¿Qué le habría estado diciendo, lo que le haría de noche si se llevaba el oro? ¿Qué habrían hecho los novios en la noche de la derrota?


Coda

Antes de todos estos olímpicos sucesos me fui a ver Batman, el caballero de la noche. No voy a hablar de las excelencias del filme de Nolan, ni de la actuación de Ledger, que eso ya se habrá hecho con más talento que el mío. Sólo quiero declarar que tras el filme me fui al baño, al urinario, y que ahí no podía hacer más que orinar. Era horrible. No podía voltear a la derecha porque asustaría a mi accidental compañero, no podía voltear a la izquierda porque mojaría el piso, y hay que considerar el esfuerzo de los empleados de Cinemark. Tampoco podía dar media vuelta y marcharme, porque mojaría mis pantalones mientras caminaba rumbo a casa, además de que la gente se escandalizaría, no por ninguna dotación especial que yo pueda tener, que no lo creo, sino porque somos así. En fin, que era horrible. Yo no sabía si el que estaba orinando era yo, o si acaso era más bien la orina la que estaba hombreando, la que me usaba para fluir rumbo a los océanos inabarcables.

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