El viernes último me fui a Brasil. Llegué justo tras varias horas de trabajo en una imprenta en Jesús María, donde estuve revisando el texto de un libro. Nada mal llegar a Brasil tras el trabajo, me dije, con alguna sonrisa.
Llegué de noche. Mi pecho vibraba un poquito, más del frío que de la emoción. A las calles las cubría una fina película de rocío, y la suciedad se apelotonaba en las esquinas de todas partes. Quería salir de ahí. Frente a mí tenía, al otro lado de la avenida, una vieja iglesia; no podía cruzar por el enrejado que se extendía a mitad de la avenida, cuan larga era. Pero en mi lado de la acera había un centro podológico. Muros altos, muebles metálicos, letras coloridas, luz tímida. Desde el techo, el fluorescente me contaba un secreto. Me acerqué. Entré. El lugar estaba vacío, salvo por un hombre bajo, esbelto, jeans y casaca marrón, audífonos en las orejas, acostado sobre la litera de los pacientes, sentado sobre ella al verme, sus ojos en mis ojos, sus audífonos en sus manos, mi voz en sus oídos.
-¿Cómo salgo de aquí?
-Cruce la avenida, por la reja: por aquí nomás hay un huequito…
-No, pero ¿para cruzar por un paso de cebra?
-Camine pues unas dos cuadras hasta Plaza Vea pues…
Sí. En el cruce de las avenidas Brasil y Cayetano Heredia, el Perú es un lugar inexpugnable desde dentro. ¿Cómo será llegando del Brasil?
Lo publiqué originalmente en mis notas de Facebook, el 27 de agosto de 2008.