El día de la vitamina

A N. L. C.


-Natáaliaaa: noolvides tús vitamínas…

-¡Sí mamá! -respondió ella, dando un portazo a la cocina y bajando como el Sol a la playa.

Natalia estaba interesada en otras vitaminas. Unas que pudieran realmente hacerla sentir viva, en lugar de favorecer su metabolismo, retener hierro o respirar sin problemas, como hacían esos molestos jarabes y pastillas que su mamá le había hecho ingerir desde pequeña, cuando era tan enfermiza y la enfermera no la dejaba ni para dormir. No, eso ya había sido suficiente. La vida es para vivirla, ¿no?, se decía ella, para vivirla y más: para sacar de ella algo que no está en ninguna parte, algo que ciertamente no está en las mañanas, tardes y noches de clases, tareas, TV y a la cama, Algo que se sienta en el pecho como distinto, como un latido nuevo. Algo quizás como sentarse a ver el mar por horas, distinguir sus tonalidades y escuchar los mensajes indescifrables de las olas, siempre nuevas, siempre conocidas, siempre viniendo desde un azul remotísimo.

A punto de poner el pie en el antepenúltimo escalón, Natalia tropezó y su cabeza fue a dar contra el marco de piedra de la puerta que daba a la playa.

En la orilla, las olas se volvieron al mar en silencio.

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