Antes de abandonar el patio rumbo a la cocina llevándose las toallas secas, volteó. Las tres palomas al borde del muro bajo la noche de verano apenas se distinguían por sus siluetas y por su blanca cera, pero era suficiente para saber que se miraban, que lo miraban, que no sabían qué hacer mientras no amaneciera y la luz de la Luna siguiera reflejándose en sus pequeñas pupilas.
Lo escribí el 18 de enero de 2008.