Los secretos del toro

¿Qué pasa cuando sales a comer testículos de toro con la chica que más te gusta?

En la noche de los tiempos, Zeus —que era Zeus— tuvo que convertirse en un toro muy majo para seducir a Europa. En el día que corremos, yo —que no soy dios olímpico— debería hacer lo mismo para seducir a una europea.

¿Y cómo se vuelve uno un toro muy majo? ¿Cómo se hace para tener el porte vistoso y guapo, pero discreto; el carácter manso y tierno, pero oportunamente agresivo; la devoción serena, pero apasionada; el gesto agraciado, pero vulgarmente explícito; la fortaleza incólume, la virilidad incólume, el corazón incólume, noble, inmaculado?

No lo sé, pero un taxista me habla de un plato que «te pone toro», y mis oídos escuchan música. «¡Te pone toro!», le dijeron sus amigos cuando acabó de comer, luego de llevarlo con engaños —le dijeron que comería un lomo al jugo— cerca del camal de Yerbateros en Lima para comer tripulina, un platillo hecho a partir de las criadillas, como se conoce a los testículos del toro.

A falta de huevos de mi parte, vengan los del toro, pensé, y me fui a buscar criadillas al supermercado. Ya se habían agotado. «Pero llegan más mañana por la tarde», me dijo un empleado de la sección de carnicería, y añadió que las venden en paquetes de tres, que valen casi un dólar o tres soles —un sol por testículo—. El toro. El testículo. El Sol. Zeus. Me convencí: la potencia sexual del toro es divina. Pero el vendedor reveló algo más: «Para los hijos compra la gente las criadillas, que tienen calcio dicen». Me confundí: ¿la tripulina me haría más hombre o me ayudaría a crecer sano y fuerte como buen niño? Atribulado, acudí a los amigos más sabios: los libros, pero ni siquiera ellos sabían. Barrí los diccionarios buscando la voz tripulina. Nada. Ni la Real Academia, ni Corominas, ni Arona, ni Palma, ni Hildebrandt pudieron ayudarme, al menos en las ediciones que consulté. Sólo Zorobabel Rodríguez, en su Diccionario de chilenismos (1875), hablaba de la tripulina, pero para descalificarla como término adecuado para significar ‘bulla’ o ‘riña’. Había llegado la hora de ir al camal de Yerbateros.

Llegué en la mañana de un sábado, acompañado por mi amiga. Preguntamos por la tripulina, y nos recomendaron ir al cercano restaurante de doña Ena Bazalar Falcón (Av. Manuel Echeandía N° 354, San Luis), nazqueña llegada a Lima hace más de cuarenta años, y quien resulta ser una revolucionaria de las criadillas. Era costurera, pero cocinaba tan bien que su hermano la convenció de ir al camal de Yerbateros, donde él trabajaba. Pronto los matarifes acudieron a ella con las vísceras de las reses para que les cocinara tripulina, que era, cuando Ena Bazalar llegó, un preparado de choncholí (intestino delgado), bofes (pulmones), riñones y criadillas, todo servido en un plato hondo, en medio del jugo del guiso. Y con dudosa higiene, además, pues Ena Bazalar recuerda la falta de paciencia que había para limpiar escrupulosamente aquellas vísceras, sobre todo el choncholí y los bofes, que ella excluyó de la tripulina —primera revolución— para facilitar su preparación y hacerla más limpia.

Para servir un plato individual, para hacerte más hombre —o mejor niño, no lo sé—, dos toros deben dejar de serlo. Ena Bazalar toma un testículo con una mano, mientras con la otra lo abre con un cuchillo; luego introduce un pulgar entre cada mitad y su cubierta protectora, hasta que libera a las criadillas y las deja limpias, como fruta sin cáscara. Pone en la olla las criadillas picadas, un cuarto de kilo de riñón y unos doscientos gramos de carne de res, junto con tomate, ajo, kion —todo picado—, cebolla cortada en tiras y pimienta, y agrega una cucharada de vinagre. Nada de agua. Y nada de choncholí ni bofe, claro. Tras quince o veinte minutos al fuego de su cocina, el guiso suelta un jugo entre rosado y marrón que huele sabroso y sabe mejor. Y aquí viene la segunda revolución de Ena Bazalar: no sirve los alimentos y el jugo juntos en un plato hondo, sino que retira lo sólido con una espumadera y lo sirve en un plato llano —que acompaña con perejil, culantro, papa o yuca—, y aparte sirve, en plato hondo, el jugo. Y en otro recipiente, ají. Así uno puede ir construyendo sus sabores en la boca, combinando la frescura del tomate, lo crujiente de la cebolla, el picor del ají, el calor del jugo y la exquisitez del perejil con la mitología de las criadillas, más suaves que el riñón y la carne. Ante la mudez de los diccionarios, diré que la tripulina es un combinado de «tripas» de res. Ante la locuacidad de la mano de Ena Bazalar, diré que la tripulina puede hacerse con menos vísceras, pero con mucho talento, eso sí.

Acompañamos la tripulina tomando una chicha morada muy especial. «It tastes like mint», dijo mi amiga, y le creí, aunque Ena Bazalar dijo después que es el anís lo que le da ese sabor, y que hay mujeres que dicen que gracias a la tripulina han tenido bebés, y hombres que dicen tener mayor deseo sexual. ¿Y yo qué diré?

Cuando Europa murió, Zeus puso en el cielo la constelación de Tauro para recordarla —la nostalgia es divina—. Ignoro si sobreviviré a mi amiga, pero si eso sucede, y si la mano de Ena Bazalar tiene discípulos, volveré a ese mismo restaurante, pediré tripulina, daré un sorbo a mi chicha y recordaré el día en que los ojos de mi amiga sabían a anís y eran el azul que el cielo limeño no tendrá jamás.

Nota

Publicado antes en el blog de la web de Etiqueta Negra «Uno, dos, tres, probando», y originalmente en Etiqueta Negra, año 7, n.° 64 (septiembre del 2008), p. 28.

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