Una defensa de la castidad

«Are you gay?», me preguntó una linda londinense de escote imposible de desoír, cuando decliné su invitación a acompañarla al segundo piso de la casa de un amigo que festejaba su cumpleaños a todo volumen, en Lima. Tan alta estaba la música que para entendernos teníamos que gritarnos al oído. El vaso en la mano, la mirada en el piso, mi oreja cerca de su boca, escuchando la única lengua que ella hablaba, lengua que luego recorrió mi mejilla derecha, despacio. No diré que me quedé impertérrito —no todos los días le lamen la mejilla así a uno—, pero sí que guardé la compostura y le dije que no, que no podía acompañarla, y que tampoco era gay.

¿Por qué la rechacé?

«It’s complicated», creo que le dije, justificándome. Pero aquí, atrapado en el papel, no puedo decir lo mismo. Aquí sólo me queda revelar el secreto de la castidad. O al menos, de la mía.

¿Castidad? ¿O debería decir más bien virginidad? Aclaremos. La castidad es una condición moral; la virginidad, una condición física. La castidad es un ejercicio; la virginidad, la ausencia de cierto ejercicio. La castidad es una virtud (la de la continencia); la virginidad, la ignorancia de otra virtud (la del arte erótico). La virginidad es casi una casualidad, mientras que la castidad es una práctica constante. Ser virgen es no haber tenido sexo. Ser casto es saber decidir cómo, cuándo, con quién y por qué tener sexo. Castidad y virginidad no son condiciones que se impliquen por necesidad: un libertino, por ejemplo, fue virgen justo hasta el inicio de su carrera, mientras que, si decide ponerle fin tras muchos años, puede empezar una vida de castidad. De tal modo que es perfectamente posible ser casto sin ser virgen, y ser virgen sin ser casto.

Esto es todo.

¿Esto es todo?

Es evidente que lo difícil no es mantener la virginidad, sino ejercer la castidad. Si lo dudan, mírenme a mí: yo, que soy virgen, no ando con la azucena en la mano como San José. Lo confieso: deseo a Dios casi tanto como a Monica Bellucci, quien debe ser, junto a Sócrates, el ser humano más bello de la tierra. Soy débil, inconstante. ¿Por qué, pues, me niego una vida sexual y porfío en una virginidad sin castidad? ¿Qué bien se esconde tras tanto sacrificio?

La virginidad sin la castidad puede tornarse insufrible. Ya San Agustín, en sus Confesiones, recordaba una oración de su adolescencia de ternura desgarradora: «Dame la castidad y continencia, pero no ahora». Rezar funciona: tras sus caídas, Agustín descubrió su vocación de dedicarse a Dios exclusivamente. Otras personas descubren que lo suyo es hallar a una mujer que sea la mujer y formar una familia con ella. Otros descubren que no tienen vocación matrimonial ni menos familiar, sino que quieren conseguirse compañía mientras la vida persista. Otros seguimos vivos, pero sin compañía y con ignorancia. Con pasmo. Enmudecidos por darnos cuenta de que nuestras vidas nos fueron dadas sin que nos consultaran, y de que con ellas también nos vino la muerte. Y entre ambos extremos, los actos de la rutina. Actos que, cuando uno se detiene a verlos pasar, revelan el hilo de la Vida, que ha venido enhebrando a las generaciones hasta nosotros. A través de nosotros.

La Vida nos constituye, y nos impele a reproducirla. El sexo es su herramienta, el ardid del que se sirve para prolongarse en el tiempo, prometiendo a los amantes que escaparán del tiempo, que se fusionarán en un solo ser, para dejarlos más solos cuando terminan. El sexo es la tragedia de los mortales de corazón insaciable.

¿Es la castidad el remedio para esto? No: no hay remedio para la muerte. Con todo, la castidad ayuda a vivir el sexo sin olvidar el horizonte de la muerte. Su secreto es el descubrimiento del propósito que queramos darle a nuestro tiempo sobre la tierra, sea la fusión final con Dios, o cotidiana con una compañera (o compañero) que nos haga intuir la divinidad. La castidad es la herramienta del amor: es el ejercicio de la lealtad a lo que más vale en la vida. Creo que rechacé esa gentil oferta británica por eso: porque el valor de mi vida está por verse, de modo que mi amor vaga sin rumbo; el pasmo de la muerte, de la soledad entre dos, me lo ha espantado.

Ignoro por cuánto tiempo más seguiré en esta condición virginal incasta, como ignoro por cuánto tiempo seguiré caminando entre los hombres. Sólo sé que, aunque preferiría no actuar en la tragedia del sexo, mi papel ya está en el libreto, y siempre existe la posibilidad de improvisar.


Publicado antes en el blog de la web de Etiqueta Negra «Uno, dos, tres, probando», y originalmente en «Etiqueta Negra», año 6, n° 55 (diciembre de 2007), p. 52.

1 comentario en “Una defensa de la castidad”

  1. HOLA ME GUSTÓ TU ESCRITO, YO SOY JOVEN DE 26 AÑOS DE VENEZUELA, HE QUERIDO ENTRAR EN LA CASTIDAD PERO SE ME HA HECHO DIFÍCIL PERO EN LO PROFUNDO QUIERO SERLO, NO QUIERO SER COMO TODOS DESANGRARSE POR EL SEXO PARA DESPUÉS QUEDAR VACÍOS Y DECRÉPITOS ME HE DADO CUENTA QUE EL SEXO ES UN GRAN ENGAÑO PERO ME TIENE ATRAPADO, DIOS QUIERA QUE AL FINAL MI CONVENCIMIENTO SEA FIRME Y PUEDA LLEGAR A SER COMO QUIERO
    SALUDOS Y SUERTE
    RECUERDA LA CASTIDAD ES TODO

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