Milonga del aprendiz. Observaciones de un estudiante de tango (1)

Proemio

«¿Tango? ¿Por qué no?», me dije cuando recibí en Facebook una invitación para una clase de tango, dictada por Luis Goñi, argentino, y su esposa peruana Mily Amézaga, bailarines y maestros de tango, y directores de la escuela Cité Tango —sí, como aquél de Piazzolla—, en Lima. La clase sería un sábado, pero yo recién me enteré el jueves de la misma semana. Afortunadamente, además del correo electrónico, el anuncio tenía un número celular al que llamar para inscribirse.

—Buenos días, hablo por la clase de este sábado. Veo que es para jóvenes menores de veinticinco años…

—Sí.

—Pero yo estoy por cumplir treinta, ¿podría ir?

—Hmmm… y sí, podríamos hacer una excepción.

—Ahora, veo que hay que ir con pareja. Puedo invitar a una amiga, pero recién la veré hoy, así que no es seguro que ella vaya…

—Bueno, ven nomás, que cuando hemos hecho esto antes la mayoría de los inscritos son chicas, así que no te va a faltar con quién bailar.

—Ah, genial, entonces voy. Ahora les confirmo por correo.

—Y no olvides traer zapatos que puedan deslizarse, que no te frenen en el piso.

—Ya. Hasta luego.

—Hasta luego.

Cuando salimos en la noche de ese jueves, mi amiga me dijo que no podía ir a la clase del sábado, que ya tenía un compromiso con sus amigos —cine, o algo así—. Además, tampoco podría acompañarme a las clases sucesivas, porque ella se iría en un viaje corto de vacaciones, y cuando volviera se habría perdido la mitad de las clases. En fin. Iría solo. ¿Por qué no? No podía desaprovechar la oportunidad de probar un auténtico baile de pareja, uno donde la pareja se tome y se mire y baile y se desplace, no como los saltitos en el sitio —la pareja lejana, la mirada a la derecha, a la izquierda— que aprendimos a hacer, tan pequeños, en las fiestas adolescentes. No está mal aprender a bailar a los treinta años.

Caminata

Sábado por la tarde. En la sala de baile seremos unas dieciocho o veinte personas. Luis Goñi nos dispone como un círculo, en medio del cual se ha situado. Tras darnos la bienvenida y algunas indicaciones generales, nos propone disolver el círculo un instante; entonces espolvorea un poco de talco sobre el suelo, dibujando el círculo que habíamos formado, para que nos deslicemos más fácilmente, y nos invita a volver al círculo y caminar sobre él para esparcir el talco. Lo hacemos torpemente, casi como zapateando, todos queriendo distribuir bien el talco. Ahora vamos a aprender a caminar: lo necesitamos.

Play. Un tango suena en los parlantes, mientras Luis nos hace voltear la mirada del centro del círculo a nuestra derecha. Erguidos, llevando la pelvis hacia atrás, el vientre firme y el pecho adelante, deslizamos el pie izquierdo al frente, no muy rápido ni muy lento, y luego el derecho, y el izquierdo, y el derecho, acompasadamente, siempre en sentido antihorario. Y es que el tango es una manera de cubrir el espacio, yendo contra las manecillas del reloj. En cualquier milonga —que así se llama no sólo el baile pariente del tango, sino el lugar y la reunión en que estos bailes rioplatenses se dan— debe bailarse así, de modo que las parejas tengan un sentido en el cual moverse todas sin estrellarse. Un sentido antihorario. Sí: el tango es una manera de combatir el tiempo, de escapar de él.

Nos detenemos. Es hora de bailar en pareja. En un instante todas las parejas se forman, y yo quedo solo, como otros más. Luis nos pide que busquemos a alguien para bailar. «Dios mío, no me abandones: que sea una mujer», pienso, y cuando abro los ojos veo frente a mí, en el punto extremo del diámetro que formamos, a una chica en botas, jeans, chompa blanca de hilo, gasa blanca al cuello, cabello recogido, y bello talle, y rostro más dulce mientras más la veo. Nos acercamos.

—¡Hola! ¿Cuál es tu nombre?

—Álvaro. ¿Y el tuyo?

—Alejandra.

Siguiendo las instrucciones de Luis, que ahora da el ejemplo con Mily, cada pareja se toma mutuamente de los hombros, e iniciamos todos el paso elemental del tango: la caminata. Los hombres avanzamos nuestro pie izquierdo, mientras que la mujer retrocede su pie derecho. Lo hacemos con las manos en los hombros de la pareja porque todavía no sabemos abrazarnos, y tenemos que acostumbrarnos a avanzar con el otro al frente. Nuestra impericia nos hace caminar viéndonos los pies. Pronto viene lo difícil, que aunque suene paradójico, es lo mejor del tango: el abrazo. Yo sólo sigo las indicaciones del profesor, y quizá nunca me gustó tanto seguir órdenes. Mi mano izquierda y la derecha de Alejandra se encuentran algo más arriba de la altura de nuestros hombros y se cierran como un puño, con firmeza pero sin fuerza: las manos se toman sólo para ser un punto de apoyo en el baile, no para moverse ni marcar los cambios de ritmo. Esa tarea corresponde a mi brazo derecho, que rodea la cintura de Alejandra para luego subir y ubicarse a la altura de la base de sus omóplatos, mientras ella, que es algo más baja que yo, sube su mano izquierda a mi hombro derecho. Hemos quedado tan juntos que ya no nos vemos los pies. Ése es el reto del tango: asimilar los pasos y comulgar con la pareja de tal manera que nos podamos desplazar por la sala naturalmente. Como si fuéramos una sola persona.

Con todo, estamos aprendiendo, y en esta caminata de principiantes, elemental, sigilosa, cuidadosa, tratando de no pisarnos, los hombres avanzamos y las mujeres retroceden, porque el tango no sabe de la igualdad de géneros: el hombre debe ser hombre, y la mujer, mujer. Es decir, que el hombre debe tomar a la mujer, llevarla, cuidarla, ser respetuoso con ella, pero no por ello dejar de tratarla con energía y decisión, marcándole la dirección del baile, haciéndole sentir cuándo detenerse, cuándo girar, adónde, cuándo ir rápido y cuándo despacio. El tango no es para hombres débiles y pusilánimes, faltos de confianza y de carácter; no se puede dudar: hay que tomar a la mujer y avanzar el pie sin miedo y hacerla retroceder, tratándola a la vez con el mayor cuidado y dándole espacio para sus finos movimientos —sí, hay una serie de figuras y adornos que las chicas aprenden a hacer asidas a una barra, mirándose al espejo cual bailarinas de ballet, para luego volver a nosotros y mostrarnos lo que han aprendido—. En el tango, los hombres gozamos, frente a todo el mundo, de un pequeño espectáculo de feminidad que nosotros mismos generamos, algo que nadie puede hacer fuera de un hotel sin ser llamado inmoral o pervertido. El tango. El sexo. Dos disciplinas diferentes que consiguen un mismo objetivo, sublimación mediante.

Pero el tango no es sólo recorrer una sala en sentido antihorario con la caminata: eso sería aburridísimo. Por eso el tango, como una vida bien vivida, tiene una serie de pasos y técnicas para diversificar el recorrido y sortear, de la mejor manera, los obstáculos que se van presentando, llámense muros, mesas u otras parejas. Confianza, decisión, creatividad para sortear obstáculos. «Sí —pensé—, necesito estas clases».

Nota

Publicado antes en el blog de la web de Etiqueta Negra «Uno, dos, tres, probando», el 30 de noviembre de 2008.

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