Ocho para atrás y ocho milonguero
No sé por qué, pero desde chico el ocho siempre fue mi número favorito. Quizá porque en la primaria, cuando aprendí las letras y los números, habré quedado fascinado con las formas del ocho, esa curva infinita que —lo sabría recién en la secundaria— al acostarse representa al infinito y que mis maestras me hacían dibujar, una y otra vez, sobre las páginas de mi cuaderno de matemáticas.
Hasta ahora no me he acostado con ninguna mujer, pero tampoco ha sido tan trágico. Mi abstinencia incluso podría prolongarse, pues gracias al tango he probado que el infinito también tiene lugar en los giros secretos de unas piernas femeninas. Me gusta imaginar que de chico dibujé el infinito con un lápiz y ahora lo dibujaré con una mujer.
Sábado. Todas las parejas recorremos el salón de clases —de tango— en sentido antihorario, haciendo caminatas, arrepentidas, pasos laterales, pasos por afuera… Luis nos detiene para enseñarnos un nuevo movimiento: el ocho para atrás. Situados en la posición de inicio —el hombre y la mujer abrazados, los pies juntos—, Diana y yo damos un paso lateral —es decir, a mi izquierda— para transmitir nuestro peso al lado derecho de Diana, que es mi lado izquierdo, y luego a mi lado derecho, al traer mi pie derecho hacia mi izquierda y depositar en él todo mi peso. Hemos logrado que mi lado izquierdo quede libre de peso, de modo que nos moveremos por ahí. Con mi brazo derecho en la espalda de Diana ejerzo una presión sutil, mientras inclino mi hombro derecho levemente contra su hombro izquierdo, que retrocede llevando consigo su pierna izquierda hacia atrás, en forma cruzada, en la que se apoya. Entonces avanzo, haciendo que Diana retroceda apoyándose alternativamente sobre una pierna y luego sobre otra, cruzando siempre una hacia atrás, de modo que describe una serie de «ochos» en el suelo mientras yo avanzo sobre ella. Hasta que Luis nos detiene —«No más de cuatro ochos, Álvaro»— para que sigamos con otro movimiento, sea la caminata, el paso lateral y por afuera, etcétera.
En la siguiente clase, aprendimos otro tipo de ocho, el milonguero. Diana no ha venido, y Santiago no deja de acompañar religiosamente a Alejandra, así que bailo con Sofía, una pequeña estudiante de periodismo que me hace sentir no sólo mayor de edad, sino de estatura. Quizá por eso, o por mi no fluidez en el baile, la maestra Mily viene a auxiliarme con este estilo. Aquí de lo que se trata es de describir una especie de «U» con la pareja —avanzar un paso, moverse a la derecha del hombre, luego atrás—, en cuyo tramo final la mujer, al retroceder con nosotros, queda un poco desfasada, por afuera de nosotros, porque la hemos hecho avanzar a nuestro lado. Entonces debemos atraerla con el brazo derecho, haciéndola describir un ocho pero no para atrás sino de costado, situándola frente a nosotros de nuevo. Como la mujer queda con la pierna derecha detrás de la izquierda, hay que destrabarla avanzando con una caminata, o haciendo un paso lateral para salir de nuevo. El ocho milonguero es un pequeño drama en el que la mujer se estaba yendo, pero la traemos para acá, chiquita, no te escapes.
Sándwich
Bailo con Sofía. Siguiendo a Luis y Mily, empezamos con un ocho para atrás: yo avanzo, y ella retrocede con su pierna izquierda. Entonces no la dejo seguir con el ocho. La interrumpo: cuando está retrocediendo su pierna derecha, con la punta de la parte interna de mi pie derecho toco su pie izquierdo, que es el eje de su giro en ese momento, mientras relajo nuestro abrazo para darle a ella más espacio, y de inmediato coloco también la parte interna de mi pie izquierdo junto al izquierdo de ella, encerrando su pie en un «sándwich». Seguidamente abro el «sándwich» al retirar mi pie derecho y retroceder con él, volteándome yo mismo de dirección y creando un vacío para que Sofía lo ocupe: tras realizar una serie de figuras, ella pasa final, lentamente, su pie derecho sobre mi izquierdo, para volver a situarse frente a mí. Practico el movimiento luego con Mily, y después —Dios es grande, y el tango su profeta— con Alejandra.
Últimos minutos de la clase. Cansados, algunos nos sentamos en el piso y otros se apoyan en la pared, mientras Luis y Mily nos dan una lección inolvidable. Ejecutan un sándwich, en el que Luis le marca los pasos a Mily… sin usar los pies, sin detener el ocho de Mily con sus pies. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo le hizo entender a Mily que dejara de hacer el ocho y que pasara al otro lado sin usar él los pies?, pensamos todos. «Con la fuerza de mi intención», responde Luis, adivinando la pregunta en nuestras miradas incrédulas. Claro. Es que el tango no es una sucesión mecánica, fría, de pasos aprendidos. Más que todo es una comunión con la pareja en la que los sentimientos de cada cual están contenidos en el pecho, y desde el pecho se proyectan hacia el otro. En el baile, lo que vemos es una lucha gentil entre dos pasiones que chocan, y en ese choque, que se hace diálogo, dos personas avanzan, retroceden, se mueven al costado, van paralelas, se tienen, se ajustan, se sueltan un poco, vuelven a asirse, y vuelven a caminar, mostrándose con sinceridad sus intenciones, aclarándolas, tratando de comprender qué pueden hacer juntos.
Epílogo
«La clave es el abrazo», me dice Luis en la milonga del restaurante Patagonia. «En el abrazo uno se desnuda, se revela, no puede mentir. Por eso los reparos, los miedos de algunos para darse a bailar tango».
Tiene razón. Basta echar una mirada a la pista de baile para convencerse. Las parejas son de lo más diversas: un matrimonio ruso, un peruano y una húngara, un italoperuano y una peruano-japonesa; parejas mayores, parejas jóvenes, parejas de un joven y una mayor. Cada pareja encuentra un estilo propio: rápido o pausado, solemne o jovial, juguetón o contenido… Sobre la pista, los bailarines se toman, cierran los ojos, miran al piso o pierden la mirada o se miran perdidamente. Nadie está a salvo: lo que cada uno escondía en el pecho se va revelando. Lo que cada uno es se va revelando. Al final tengo que vencer mis miedos, y animado por mis amigos —ahora ya son mis amigos del tango— salgo a bailar con Claudia, la hija de Luis y Mily, mis maestros. Miro hacia su derecha, y ella hacia la mía, y a veces hacia mi izquierda. Nos desplazamos con los pasos sencillos que puedo proponerle. Eso soy, eso quiero ser: una sincera sencillez —jamás una simpleza— en un mundo complejo y no pocas veces incomprensible.
He dicho también que cada pareja encuentra su estilo porque, en las milongas, no es raro trabar amistad con los asistentes e intercambiar parejas. Esto da la oportunidad de dialogar de nuevo con otro, y de afirmar el estilo propio al contrastarlo con el baile de otra persona distinta de la pareja habitual. Akemi, quien aprendió a bailar en el salón con Mily y Luis asistiendo a Patagonia, es dueña de un estilo elegante, alegre, femenino y divinamente sensual, y no puede dedicarme un momento para bailar porque todo el mundo la tiene ocupada. A ella no parece importarle mucho tener o no una pareja fija de baile. «El baile es mi novio», me explica, quizá intuyendo algún reproche en mi mirada. «El baile es promiscuo —pienso sin decírselo—, como promiscuo es el amor a lo largo de una vida humana, que se entrega a una chica de quince años cuando se es quinceañero, y luego a una de veinte cuando se tienen veinte años, y luego a una de treinta, y a una de treinta y cinco, y así, y así, hasta que uno se casa habiéndoles dicho, a todas, te amo».
¿Quién de los dos tiene la razón sobre el tango, Luis o Akemi? ¿Dónde está el tango, en el abrazo de dos, o en uno mismo; en la pareja que se comunica o en el estilo del bailarín que puede bailar lo mismo con una que con otra? ¿En la expresión de mis intenciones sobre la pista de baile o acaso antes, dentro de mi pecho?
La milonga se acabó, ha pasado hace mucho la medianoche, y vuelvo a casa, solo, en un taxi. El vehículo remonta la avenida Javier Prado y atraviesa la vía expresa de la avenida, por izquierda, por derecha, ceda el paso, curva peligrosa. No hay estrellas en el cielo pero sí luces de señalización sobre la pista, y el taxi me lleva por ellas con suavidad, como un tanguero a una mujer. Como un hombre y una mujer indagando adentro de sus propios pechos, preguntándose por qué están juntos mientras la música persiste. Y también qué será de ellos cuando la música termine.
Nota
Publicado antes en el blog de la web de Etiqueta Negra «Uno, dos, tres, probando», el 15 de diciembre de 2008.
Mi número favorito es el 8 por varias razones, entre ellas, porque es el día de mi cumpleaños 🙂
«El baile es promiscuo…» con razón es tan provocativo a veces 🙂
El tango no es el único baile donde encuentras todo aquello que te emocionó…en realidad «la danza» en general, despierta todas esas emociones que deseas exteriorizar de alguna manera.
Es elegante para quienes saben lucirlo, es sentimental porque la música te puede atrapar en una emoción nostálgica y…lamentablemente es promiscuo para algunos…y no solo hablando de la danza en sí, sino de aquellos que echan a perder esta danza porque dan un significado distinto a lo que es…y sí Álvaro…dentro de este mundo hay quienes buscan encontrar una presa en cada milonga, fuera de la danza, se enredan en una noche y finalmente, es promiscuo.
Será por la historia de sus orígenes? Porque realmente no es más que un baile de contacto piel a piel y que para aquellos que nunca estuvieron involucrados en alguna danza y solo en ésta, no tienen la disciplina del baile…solo aprenden porque no es tan difícil y la motivación a querer aprenderlo, es el morbo, la soledad o la esperanza de encontrar un amor?