No comer para ser más fuerte: tres días de ayuno

La última cena

Sábado, nueve de la noche. Arroz, hamburguesa con kétchup y mostaza, quinua, cebolla, pimiento y un vaso de agua de maracuyá. Comí todo con normalidad, sin ninguna sensación de algo solemne. Eso sí: recordé —y me disculpo por la escasez de imaginación— la imagen de La Última Cena, de Leonardo, que podríamos interpretar como el fotograma de un momento solemne de traición. ¿Traicionaré yo también mi última cena, la haré mal? Posiblemente, porque siento que no estoy tomando en serio lo que voy a vivir, el tiempo de tres días que voy a pasar en ayuno. Pero no quiero hacerlo mal: quiero ayunar bien, y aprender lo que sea que tenga que aprender.

Día 1

Domingo. Desperté a eso de la una de la tarde, seguramente para no estar despierto a la hora del desayuno, para no estar consciente del tiempo de abstinencia en el que ya estoy. Y quizá también para acumular fuerzas en este período de adelgazamiento que me espera. He abierto los ojos, y he visto que estoy solo y que lo estaré aún más, no sólo por la amplitud diaria de mi cama estrecha, sino porque me iré reduciendo, pues comer es algo que se hace para mantener el cuerpo, y no comer será adelgazarme, quién sabe, quizá hasta llegar a mí mismo.

A eso de las tres de la tarde he comido pan tostado y he tomado un vaso de agua. En verdad he sentido miedo por la idea de pasar uno o tres días sin comer ni beber nada, así que haré lo que se llama ayuno parcial, que es también ayuno al fin y al cabo. Ayuno a pan y agua. Nada mal para alguien débil como yo con ansia de hacerse más fuerte.

Me pongo a trabajar en la corrección de un texto para primaria —debo ayunar y continuar con mi vida ordinaria sin que nadie se dé cuenta—, hasta poco antes de las seis de la tarde, cuando parto a misa con mis padres. Tras el Evangelio, el padre consagra el pan y el vino, como el pan y el agua que en estos tres días me salvarán del hambre total. No comulgué —hace demasiado tiempo que no lo hago—. No sé si creyendo viviré. Sólo sé que muero un poco más cada día, y que todo lo empiezo a sentir diferente. El aire me oprime el pecho. El cancionero de la misa presiona con su lomo la palma de mi mano. Creo que adivino mis ojos dentro de sus órbitas. Creo sentirme escondido dentro de mí.

Día 2

Lunes. Desperté a las nueve de la mañana con un rayo solar sobre la cara.

Al mediodía los labios se me están partiendo. Creo que deberé aumentar mi dosis de agua y usar alguna crema sobre los labios. Me paso todo el día revisando textos, editando, corrigiendo. Hacia las ocho de la noche me siento más estable, más acostumbrado a sólo tomar pan y agua. Creo que podré lograrlo.

Es justamente eso lo que me molesta ahora: me estoy acostumbrando. Ya el ayuno es un mero abstenerse de comida al que me habitué, pero no siento que yo sea otra persona, alguien mejor, que mi espiritualidad se haya desarrollado o algo por el estilo. Quizá no estoy ayunando bien. Quizá no basta con no comer, con «mortificarse» al no comer. Si no, ayunar sería sólo algo muy profano: no comer. Quizá ayunar sea algo más. Quizá el ayuno encierre una aparente contradicción: negarse algo legítimo —la comida—, debilitar al cuerpo, para fortalecer otra cosa: algo que, a falta de mejor palabra, llamaré mi alma.

¿Dónde reside, al final, mi persona? ¿Soy mi cuerpo o soy mi alma? ¿Soy el hambre de mi estómago, el dolor de mi cabeza, la urgencia de mi pene? ¿Por qué si me amputaran brazos y piernas, o si me trasplantaran órganos de otra persona, creo que seguiría sintiéndome el mismo? ¿Por qué a veces sueño que mi alma es aquello que habla cuando digo: «Yo»? No sé si el ayuno me ayudará a saberlo.

Estoy cansado. Es tarde, como las dos de la mañana. Estoy en la cama, y las sábanas me envuelven como un capullo. En medio del silencio, mi estómago emite un largo suspiro.

Día 3

Martes. Desperté cerca de las nueve de la mañana. Hay trabajo que hacer, y debo salir a cobrar algo. Es mi último día de ayuno, pero el ayuno no me ha hecho conocerme, ni conocer a Dios. O a la verdad, o a lo que sea. No he vislumbrado nada distinto a lo de todos los días. Estoy de pie junto a la cama. Afuera, el día resuena tras mi ventana, y yo debo salir. Pero no quiero hacerlo sin saber qué será de mí, adónde iré, qué voy a conocer al final del día —como tampoco quiero morir sin comprender lo que fue mi vida—. Probaré a decir una oración, siquiera laica. Aquí voy:

Padre, haz que mis ojos no se conformen con la apariencia de todas las cosas
ni mi vientre con la saciedad;
haz que yo siempre esté inquieto, intranquilo y sin descanso, yendo de acá para acullá,
solito, sin certeza de nada

salvo aquélla de saberme escondido acá en mi pecho
o bajo la apariencia de todas las cosas.

Salgo al día.

Me ducho. No enciendo la radio, como suelo hacerlo. En el baño sin música ni ruido percibo los golpes del agua sobre mi cabeza. Salgo de la ducha, me cubro con la toalla, me seco el cabello, el cuello, el torso, la entrepierna, los testículos. Mi pene tiene una media erección, y me siento totalmente inútil.

Dos de la tarde. Subo a un taxi, y lo primero que veo al sentarme, junto al chofer, es un trozo de bizcocho envuelto en plástico. «Muy bonito», pienso con alguna molestia. Llego a una editorial a recoger un libro de primaria que hay que corregir, y a cobrar un cheque, y nadie puede atenderme porque todos «están en almuerzo». Creo que he controlado en algo mi enojo: no necesito decirle al guardia que estoy ayunando, que voy a escribir sobre el ayuno.

¿Pero por qué me enojaría? Creo que porque la comida es un acto nutritivo, pero también social, y al negarme a sentarme a la mesa me estoy separando también de la vida social. Si dijera que ayuno desvirtuaría mi abstinencia: lo importante es que sólo yo sepa que ayuno, para controlar el hambre, la debilidad y la tentación de comerme un bizcocho, controlar el gusto de imaginarme a la mesa con unos amigos, que ya bajan las escaleras después de haber almorzado, me ven, me saludan, me abrazan, me dicen:

—¡Álvaro! Ven la próxima semana y almorzamos.

—Sí —les contesto—, la próxima semana…

Me marcho a Etiqueta Negra. Viajo en combi, adelante, junto al chofer, por la avenida Angamos. A ratos percibo el olor del combustible, el humo de los carros, y me siento marear un poco. A ratos aparecen los afiches de una línea de ropa, con la modelo Claudia Ortiz de Zevallos vistiendo prendas que el afiche dice que son irresistibles, pero yo debo resistir lo irresistible. Ya no comeré más pan ni agua, hasta el desayuno de mañana. Caminé bajo el sol sin cansarme ni marearme. ¿Lo habré logrado?

Al llegar a casa el estómago me ha hecho algún ruido, y más: entre el vientre y la ingle derecha me ha vibrado sutilmente. He perdido cerca de un kilogramo.

El desayuno

Miércoles, nueve de la mañana. Despierto envuelto por la cama. La calle está silente, salvo por los gorjeos de algunos pájaros minúsculos. La luz se esconde tras las cortinas, y yo salgo a desayunar. No sé si es por el final de mi ayuno, pero me siento ansioso. Siento como una bola de vacío en mi vientre, que me presiona.

Me siento a la mesa. Pruebo unos trozos de bizcocho y siento su masa seca bajar lentamente por mi garganta. Sigo con una ensalada de frutas con avena para refrescarme. Ingiero más bizcocho, y luego un pan con mermelada de piña. Como tranquilo, pero siento el pecho un poco agitado. Me siento raro. Mi vientre sube y baja al respirar, y mi libreta de apuntes, apoyada sobre él, sube y baja ante mis ojos mientras escribo. La cara me late: mi mano izquierda, apoyada sobre mi quijada, se mueve al ritmo de mi corazón. Supongo que este dejarse respirar, este dejarse latir, es la vida cotidiana; pero ahora, dentro de mi pecho, sé —intuyo— que soy distinto de cualquier comida.

Ya desayuné, todo terminó. Y todo va a comenzar.


Publicado antes en el blog de la web de Etiqueta Negra «Uno, dos, tres, probando», el 24 de diciembre de 2008.

2 comentarios en “No comer para ser más fuerte: tres días de ayuno”

    1. 20 kilos! Vamos, Ivonne, ¿no estarás exagerando? Ahora, si quieres, prueba a ayunar un día completo, a ver qué pasa. Por eso ayuné, me parece, para ver qué pasaba, para ver si podía encontrarme renunciando a la comida, renunciando a las formas del mundo que nos rodea.

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