«¿Año Nuevo? El año pasado lo pasé en casa con mis papás, pero este año quiero salir. Sí, ya toca». Así me respondió una amiga cuando le pregunté por sus planes para las fiestas de fin de año, tratando de descubrir yo mismo qué hacer, pues todos mis amigos o se iban a las playas del sur de Lima o a las de Ecuador. Finalmente, ella alcanzó a coordinar con sus amigos una salida a una discoteca en el bulevar de Asia, balneario, también, del sur de Lima.
Todos han fugado por fin de año. Nadie se ha podido quedar quieto en Lima, como si hubiera algo terrible en no apuntarse a una buena juerga en la línea divisoria entre año y año, como si fuera una suerte de pecado laico no santificar la fiesta y esperar la venida del Año Nuevo —no sé por qué lo escribo con mayúscula— soñando en cama, o viendo el avance del cielo desde la ventana, en casa. Todos se han ido como el oleaje, siguiendo no sé qué propósito. Para tratar de averiguarlo, iré a donde mueren las olas, a la playa. Y como me he quedado en Lima, y para facilitarme las cosas, veré la muerte de las olas desde la altura del mirador de Larcomar, centro comercial del distrito limeño de Miraflores lleno de bares, discotecas, tiendas, etcétera, y una estupenda vista al océano Pacífico.
Larcomar, miércoles 31 de diciembre de 2008, 8:16 pm
El centro comercial está lejos de lucir lleno. Las tiendas no atienden, por supuesto, sólo los restaurantes, bares y afines. La decoración navideña persiste, y ya se ven también guirnaldas y globos amarillos, que es el color que en Lima se da al Año Nuevo, ignoro por qué, como ignoro el porqué de la mayúscula. Los parlantes del centro comercial dicen villancicos en inglés, mientras que los de cada local lo refutan, pronunciando canciones de cumbia, o de salsa, o pop, lo que sea, todo con tal de creer que estamos en fiesta de Año Nuevo.
Me aparto de todo esto. Me ubico sobre el mirador en algún lugar con menos ruido de música y de gente. Todo lo gobiernan las nubes —casi siempre es así en Lima—, cuya espesura en esta noche hace que cielo y océano formen una sola masa negra, apenas rota hacia el este por la inconstante línea de luz de los autos y de la carretera bordeando la playa. Hace frío: el viento sopla fuerte desde el mar, y trae el rumor de las olas, que, mansas y constantes, se depositan en la arena como estelitas blancas, visibles desde el mirador.
También constante, el acantilado se alza bajo mis pies. Ha estado aquí por miles de años, dejándose erosionar por el soplo del viento que viene del mar y que al mar deposita sus partículas, sus partecitas, mientras las olas dejaban su estela blanca sobre la playa, tal como ahora. Así es ahora, como ha sido durante miles de años nuevos, que el mar —recién lo entiendo— siempre escribirá con minúscula.
La gente afluye más y más. Hacen ruido: unos buscan algo de comer, otros suben y bajan las escaleras, otros me acompañan en el mirador, otros más se fotografían con lentes «diseño» 2009. En el cielo, entre las nubes, aparece difusa la Luna creciente acompañada de una estrellita. En el suelo, el oleaje muere suavemente. El Año Nuevo vendrá en medio de esta suavidad, por más que la gente haga ruido. Me marcho a casa a cenar, a recibirlo con mi familia.
Larcomar, jueves 1 de enero de 2009, 2:45 am
Me ubico en la parte superior del mirador, donde están fijos en el suelo unos binoculares, dispuestos a mostrarme de cerca el panorama por tan sólo un nuevo sol. Me paro frente a uno amarillo, deposito la moneda, me acerco, y entonces sucede: la máquina libera el visor con un suave ruido que recuerda el sonido de un viejo proyector de cintas. Como en una película antigua, veo —y escucho— la oscuridad del mar por todas partes. Muevo los binoculares para distinguir algo, y en eso surgen por el borde de mi visión unos cuchillitos blancos: son las ondas del mar iluminadas. Las sigo, buscando la fuente de la luz: es la cruz del morro Solar, que alumbra la muerte de las olas debajo de ella desde el horizonte hasta la playa, a la vez que permite distinguir mejor el contorno de las nubes cercanas, que el viento ha agrupado —finalmente— en bultos de algodón de diversos tamaños para que todos podamos verlas. Sí, el tenue perfil de una nube gigantesca ya permite distinguir el cielo del océano. El viento del mar continúa golpeándonos desde el año pasado, desde hace miles y miles de años, erosionando el acantilado como los años a nosotros.
Me aparto de la constante, indescifrable voz del mar para hundirme en las múltiples voces de la gente en uno de los bares de Larcomar, que ahora sí ha tomado el centro comercial, buscando no sé qué. Si ya lo dijo Bono: nada cambia en Año Nuevo; persisten igual nuestras ilusiones tanto como el flujo del tiempo.
Surco, jueves 1 de enero de 2009, 7:08 am
Cruzo el puente de la avenida Javier Prado frente a la Universidad de Lima, rumbo a casa. Me detengo. Abajo, en la acera, una pareja se aparta del camino contra la reja de la Universidad para besarse y escapar del tiempo de este año que recién comienza. Se toman de la mano, detienen un taxi que pasaba, lo abordan y se marchan hacia el horizonte, como las olas del océano, que tras morir en la playa parten al horizonte llevándose el polvo del acantilado destruido por el viento.
Una ráfaga de aire recorta mi silueta.
Publicado antes en el blog de la web de Etiqueta Negra «Uno, dos, tres, probando», el 7 de enero de 2009.