Era la mañana clara de un jueves, de esas que solo se ven en Lima en el verano. Las casas estaban todas abiertas a la calle, adonde tenían sus jardines, de modo que el aire corría por todas partes, junto con los niños y sus juegos y sus voces. Creo que de una de las casas salía alguna música, lo suficientemente suave como para permitir que el resto de la animación del día surgiera de la conversación de la gente.
Entonces la vi.
Ella estaba al fondo del jardín, pero aun así la vi. Estaba con otras más, muy cerca todas, como si se dijeran algo muy de ellas, muy íntimo, con mucho decoro y pudor porque nadie escuchara. Sentí como que al acercarme se callaran. Nos quedamos en silencio. Su mediana estatura se alzaba con esbeltez, aunque no demasiada: su silueta, erguida, era fina pero a la vez firme; a veces parecía romper su timidez, y daba la impresión de unos brazos gráciles y múltiples. Remataba su figura una vera melena de un rojo encendido, con visos amarillos. Era ella un sol.
Me fui. No pude decir nada. Habré atinado a hacer alguna torpe mueca y a marcharme como si estuviera buscando algo, lo que era absolutamente ridículo, porque si buscaba algo, ya lo había encontrado en ella. Pero no, tuve que seguir recorriendo los otros jardines, tuve que ver a otras que no me satisfacían. Margarita era vivaz, pero ordinaria. Mary era una rubia muy llamativa y brillante, aunque algo envanecida. Luego, también estaba Casandra, rubia como Mary, aunque menos brillante, y al parecer era una lindura —alguien incluso me dijo por ahí que, si se la hervía, el agua se volvía dulce, una exageración evidente—. Había otra que era pequeñita y picante, conque tomé precauciones y me aparté. Otra, Hortensia, por su nombre me recordó a los funerales, aunque Katia —la productora de Etiqueta Negra, quien me acompaña y tiene buen ojo para aconsejarme— me dijo que le caía muy bien. Laura, pues, aunque de nombre poético era quizá demasiado alta para mí, al igual que Azalea —de quien escuché alguna vez que era venenosa—. Begonia era bonita, pero muy tosca. Había otra a la que ni se podía tratar, pues era una resentida, literalmente: apenas se la tocaba y se cerraba. A otra —yo no lo creí— le decían Choclito… ¡pero era bonita! Un apelativo muy injusto. En fin, que había de todo, hasta rastreras y trepadoras, y otra que era una verdadera carnívora. Tuve que regresar al comienzo, a donde hallé a la primera, a aquella con la que enmudecí. Me acerqué a Carmen, la anfitriona de la casa.
—¿Cómo se llama ella, la de rojo?
—Es Zinnia.
Publicado originalmente en mi blog «Uno, dos, tres, probando» de la web de Etiqueta Negra el 18 de febrero de 2009. Fotos de Christopher Migliaro.