Es sábado 14 de febrero, Día de San Valentín, día de los enamorados. No sé cómo logré que sucediera, pero saldré con Zinnia. Creo que vi a Katia dándole un dinero a Carmen. Seguro le pagó para que Zinnia saliera conmigo, me dice el pensamiento, pero… ¿será así? No. No y no. No lo creo. Zinnia es muy reservada, y cuando la conocí el jueves, la llevé a las oficinas de Etiqueta Negra, donde creo que les gustó a todos. Tanto, que Marco, el director de la revista, se ofreció a entretenerla en su departamento en Miraflores mientras voy a recogerla. Al llegar, a las seis de la tarde, la encuentro algo sedienta, así que le ofrezco un vaso de agua que Marco pronto me acerca. Ella termina su vaso. Tras despedirnos de Marco, bajamos a la calle. Zinnia y yo nos vamos caminando rumbo a Larcomar, un centro comercial lleno de tiendas y cafés y restaurantes y cine y vista al mar y todo. Será perfecto.
Larcomar está lleno. Y más cada vez. Pero no necesariamente de parejas. Hay abuelos con sus nietos, padres con sus hijos, bandas de adolescentes pululando por todas partes, corriendo al cine, fatigando las patinetas, las escaleras, la paciencia. Las parejas no tienen el monopolio de la presencia, pero indudablemente están aquí. Se mueven por todo el espectro de las edades, de las estaturas, de los colores de piel. Y se mueven por Larcomar, a veces abrazados —uno al lado del otro, uno tras el otro, los pasos torpes—, a veces tomados de la mano. Las parejas están aquí, efectuando los rituales del amor, y Zinnia y yo estamos entre ellas. ¿Qué somos en medio de toda esta gente? ¿Qué es esta gente en medio de nosotros?
Bajamos a las galerías, a las tiendas. Tiendas de libros, de discos, de ropa. Frente a una boutique de ropa femenina nos detenemos. Zinnia se refleja sobre la vitrina, empalmando su figura con la del maniquí vestido. Y ella me parece tan desnuda. Siento que debemos entrar. Adentro, quedamos callados, paseando la mirada por los anaqueles y la ropa colgada. Revisamos los modelos: falditas, polos estampados, polos de tiritas… No recuerdo los precios, ciento y pico soles o algo. «No está permitido tomar fotos», oímos por ahí. Quizá solo lo dijeron para ahuyentarnos. ¿Sería a nosotros? ¿Pero por qué lo harían? Nos marchamos.
Avanzamos por los corredores del centro comercial, a contracorriente de la gente. Creo que nos miran, aunque quizá solo sea mi imaginación: es la primera vez que Zinnia viene a Larcomar, y yo estoy muy al pendiente de que todo salga bien. ¿Somos acaso un espectáculo? De ninguna manera lo somos más que esas parejas detenidas a la vera del pasillo, abrazados frente a frente, diciéndose cosas a los labios en vez de a los oídos, con la mirada como extraviada en el otro. Los rituales del amor toman más y más la forma de un espectáculo para ser visto que la de un ritual privado cuyo sentido todavía ignoro. Acaso esa ignorancia me limite a ver las cosas del amor como espectáculo. Acaso esa ignorancia me permita sospechar que no amamos por amor, por un acto libre de nuestra voluntad que por fin encontró a alguien en quien proyectarse, sino que amamos —quizá— simplemente porque es lo que tenemos que hacer, porque el amor es aquello a lo que nuestra hechura humana nos empuja. Quizá. Pero no le digo nada a Zinnia, ni ella a mí. Ambos, extraños entre la gente, extraños entre nosotros mismos, nos detenemos. Como la noche tiene toda la determinación de progresar, entramos al Makoto, un restaurante de sushi, a comer algo. Supongo que la hechura humana produce hambre, igual que produce amor, y hasta voluntad.
Nos sentamos en la barra, en un espacio estrecho junto a la ventana. No la buscamos, pero quien nos recibe en el sushi bar, pues, como que nos envió hacia allá. No está del todo mal: mientras esperamos nuestra orden, podemos ver a la gente pasar, junto con el tiempo. Allá afuera, en el pasillo, las parejas surgen de cuando en cuando. Todas son iguales: la mano derecha del hombre, distendida, retrocede para asir la izquierda de la mujer, a la que lleva consigo imperceptiblemente. Así atados, hombre y mujer avanzan con sus piernas, extraviando la mirada hacia alguna parte. Nuestros rolls han llegado.
Zinnia no tiene mucho apetito, y apenas la convenzo de tomar alguna gaseosa. Aunque eso de convencer es un decir, porque creo que no ha tomado nada. Ella me deja comer, y yo me dejo contemplarla. Es muy bonita, es vivaz pero comedida. No dice nada, y su silencio no me exaspera: me inquieta. Me inquieta no saber por qué estamos juntos, por qué nos perseguimos, por qué aceptamos esto, por qué es posible que salgamos a llenar el tiempo, mientras adentro me siento vacío. Estoy satisfecho, es decir, mi estómago lo está, pero yo no. Salimos, siguiendo a la corriente, que nos lleva a tomar un café y luego una película. Yo pensaba ver una de terror para cumplir la tradición que dice que el terror suscita los abrazos, pero vemos en cartelera una comedia romántica, He’s Just Not That Into You (‘Simplemente no te quiere’), que nos decide a verla. La película no estuvo nada mal. Es un filme coral donde varias parejas, de distinto nivel de compromiso (atracción reciente, enamorados, matrimonio), intentan hallar amor y satisfacción en sus vidas, cuestionando lo que los une o los separa a los unos de los otros.
Fuera del cine, la animación no ha cesado. Sin saberlo, Zinnia y yo nos alejamos de la gente, caminando hacia el Parque del Amor, no muy lejos de Larcomar. Sí: en la ciudad de Lima existe un parque tal. No es demasiado grande, pero le da la cara al mar, y en medio tiene una pileta sobre la que se alza una escultura de Víctor Delfín de una robusta pareja besándose. Entonces veo a Zinnia: somos flacos. En la base de la pileta hay citas de escritores y poetas. Una de ellas es leída por una mujer a su pareja, ambos alrededor de la cincuentena:
—«Branquias quisiera tener, porque me quiero casar. Mi novia vive en el mar, y nunca la puedo ver… Alberti». Es una poesía.
—¿Es una poesía?
—Sí.
—¿Cómo sabes?
—Porque mira, pues —la mujer señala a la placa—: tiene versos, ¿ves?
—Verdá.
Al parecer, la forma del poema dice la existencia de la poesía. ¿Será que una forma humana bastará para llenar el alma? Nunca lo sabremos: la pareja se separa de nosotros, dejándonos solos a Zinnia y a mí con nuestras dudas. Y con Alberti, con Delfín, con los gritos resignados del Océano Pacífico. El océano insiste, grita, advierte… pero nadie hace caso. Docenas de parejas se agolpan en torno a él, abrazadas, perdidas, besándose o mirándose. Decididamente la noche se ha instalado entre nosotros. Rodeadas por la noche, las parejas se aferran al abrazo. ¿Cuál será el vínculo que, fuera de este día, los une día a día, cuál será su fortaleza? Porque la gente ama, claro, pero ese amor, ese vínculo entre el hombre y la mujer, ignoro si obedece a una sincera y meditada vocación, al hallazgo de la vocación de la vida, o si es más bien un amor pragmático, un amor a la forma de una mujer —o de un hombre—, de modo que si la persona nos falta porque murió, o porque se aburrió de nosotros, o porque se fue de viaje y nos apeteció que alguien era mejor, digo, si nos falta la persona, si falta su contenido —esa masa de vida o conciencia forjada durante años que los cementerios suelen resumir en dos fechas ligadas por un guion—, no nos resulta muy difícil reemplazarla, rellenar el contorno de su figura con el contenido de otra persona —hombre o mujer, cada quien sabe—. Quizá el deseo, el anhelo, lo sea solo de la forma.
La forma y el contenido. Amar la forma de la mujer o su contenido. ¿Qué amamos, lo sabemos? Al menos amamos la forma, pues si nos falta, cada quien sabe si buscar una forma de hombre o de mujer. Levanto la mirada al cielo. Entre la nubosidad limeña, la forma diminuta de una estrella alcanza a distinguirse. Desciendo mis ojos hacia Zinnia, La tengo entre mis brazos. Estamos apoyados en un barandal rústico, como otras parejas que se acarician. Recién ahora puedo apreciar su perfume, pasar mis dedos por la aspereza de sus hojas, por la suavidad de sus rojos pétalos, y contemplar ignorante su vegetal forma, aquella de la que mi hechura de hombre me separará por siempre; casi como me separa de alguna mujer cuyo contenido ignoro y cuya forma anhelo. En el cielo, una segunda estrella aparece.
Me doy la vuelta, me marcho con decisión de todo esto, atravesando uno de los estrechos pasillos del parque. Unas mujeres con niños se cruzan en mi camino. No miro a ninguna parte. Una de las mujeres dice:
—¡Ay, mira! Su plantita…
Publicado originalmente en mi blog «Uno, dos, tres, probando» de la web de Etiqueta Negra el 27 de febrero de 2009. Fotos de Christopher Migliaro.