La mosca, cuento de horror

Cuando Basilio despertó después de un sueño intranquilo, no vio a su bebé en la cuna. «Se la habrá llevado su madre al supermercado», pensó, mientras se desperezaba y bostezaba, y la modorra del sueño recién abandonado le impedía hacerse una idea de lo incómodo que sería para Muriel cargar a la bebé y hacer las compras a la vez, y luego volver a casa con la bebé y las compras, todo ella sola. Respiró hondamente, describiendo con sus brazos extendidos una lenta circunferencia que se cerró sobre su cabeza al tiempo que terminaba de inhalar. Repitió la figura en sentido inverso, mientras exhalaba hasta que las palmas de sus manos tocaron sus muslos, y luego levantó las manos nuevamente para palmearse la cara y acabar de despertarse. 

Como sintiera sed, fue a la cocina para servirse un vaso de agua tónica. Él no tomaba agua tónica sola, sino con vodka y solo de vez en cuando, pero aprendió a beberla así por su mamá. «La quinina del agua tónica es buena para las articulaciones —le decía ella—; no esperes a estar así como yo para empezar a preocuparte». Encendió el tubo fluorescente, y cuando el ruido del encendido hubo cesado y el sonido del sistema se hizo constante y sutil, Basilio perdió la mirada en las alacenas, haciendo como que buscaba en ellas la botella de agua tónica que él mismo había guardado en el refrigerador la noche anterior. Las palabras de su mamá resonaron una vez más en su mente, y entonces, mientras dejaba el tiempo pasar, cayó en la cuenta de que no pensaba demasiado en el futuro. No tenía ni siquiera mucho tiempo presente para sí mismo. Apenas tenía tiempo para darle un beso a Muriel en la boca cuando estaba despierta y en la frente cuando seguía dormida a las seis de la mañana, hora en que él salía rumbo al trabajo con tiempo suficiente para intentar evitar el tráfico. Ya en la oficina, sus tareas se sucedían una tras otra hasta el almuerzo, cuando, sentado junto a sus compañeros en el comedor, bromeaban para tener algo que decirse hasta que se callaban para masticar mientras observaban cómo sus platos o sus tápers se vaciaban. En la tarde, lo mismo. En la noche, en el bus camino a casa, Basilio pensaba que tendría tiempo para pensar, pero nunca conseguía articular una idea clara sobre su vida. «Una idea clara sobre mi vida, ¿cómo sería eso?», se sorprendía Basilio preguntándose al bajar del bus, hasta que llegaba a casa y cenaba con Muriel viendo televisión o hacían el amor y luego se contaban lo que había pasado en el día, hasta que Muriel se quedaba dormida y Basilio se escapaba al cuarto de la bebé y contemplaba su respiración mientras dormía.

Pronto la mirada perdida de Basilio se enfocó en una mosca que apareció volando frente a él. Era una presencia casi inasible por la rapidez con que iba y venía, pero Basilio sabía que en algún momento la mosca —porque tenía que ser eso, una mosca— se detendría y se posaría sobre la pared o la ventana, y entonces la mataría. No sabía por qué la mataría, como tampoco sabía por qué viajaba en bus o caminaba junto a cientos de personas por las calles rumbo al trabajo, o por qué miraba fijamente a los ojos verdes con líneas de color naranja de Muriel mientras adivinaba el movimiento de sus tetas al penetrarla, o por qué miraba la respiración en el pecho de su hija en el silencio de la noche, como si en cualquier momento esta se fuera a detener o algo fuera a suceder, algo que le hiciera ver que todos esos viajes en bus, todas esas tareas concluidas, todas esas eyaculaciones y contemplaciones significaran algo en virtud de esa necesidad, de esa irremediabilidad con que estos eventos se sucedían día tras día, como el discreto vuelo de la mosca, que por más que desapareciera de la vista un momento volvía a aparecer más tarde en algún otro lugar.

Basilio descubrió a la mosca detenida en el techo. Entonces, sin quitarle los ojos de encima, fue por el matamoscas eléctrico en forma de raqueta que su madre le había regalado un par de semanas atrás. Puso el matamoscas en on, presionó el botón para que la lucecita se encendiera y comprobar así que funcionara, y se puso justo debajo de la mosca, que no se había movido. Mantuvo su pulgar presionando el botón de encendido y, lentamente, dirigió la red electrificada hacia la mosca, haciendo que la raqueta estuviera paralela al techo. Cuando vio que la mosca no tendría adónde escapar, pegó el matamoscas al techo y dos, tres chispazos sonaron y se encendieron. Bajó el matamoscas con cuidado y, cuando lo tuvo frente a sí, lo encendió dos veces más para asegurarse con dos chispazos adicionales de que la mosca hubiera muerto. Entonces se acercó la raqueta a la cara. La mosca estaba ahí, algo doblada y con una sola ala, atorada en el entramado de la redecilla del matamoscas. A Basilio le dio la impresión de que la mosca murió tratando de escapar, ¿pero adónde? Es un pensamiento ridículo, se dijo, mientras un aroma dulce a carne quemada emanaba del cuerpecillo de la mosca. Entonces Basilio alejó de sí la raqueta, abrió el tacho de la basura y, dando tres golpecitos al mango de la raqueta en el borde del tacho, hizo caer la mosca en su interior, y lo cerró.

Se dirigió a la sala al percibir que alguien abría la puerta con llave. Era Muriel, que llegó sola, cargando nada más que un par de bolsas plásticas del supermercado.

—Reina, ¿y Catalina?
—Amor, pero si se quedó contigo…

Basilio corrió al cuarto de su hija. En la cuna, una mosca muerta emanaba un dulzor a carne quemada. Corrió entonces a la cocina.

5 comentarios en “La mosca, cuento de horror”

      1. Porque deseo saber más. Saber que relación hay entre las moscas y la hija del protagonista. Entiendo que hay historias con finales abiertos, no se si es la idea que tienes, pero si deseas continuar escribiendo una secuencia, me gustaría leerla.
        Saludos!

      2. No, este cuento acaba ahí. Lo que no acaba son los cuentos de ficción y no ficción que seguiré publicando.

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