Vista. El dolor tiene el color de un amarillo sutilmente enrojecido, con tendencia al dorado, que refulge al sol en el día; y en la noche, en la memoria, cuando se cierran los ojos. Amarillo solar, acrayolado, sacado de un dibujo preescolar con personajes de sonrisa constante, volcado luego a la vista de un paisaje desolado, donde la limpieza de la luz no ilumina el camino que pueda seguirse sobre una llanura vacía, que a nada conduce.
Oído. El dolor suena a voces. A varias decenas de voces. Voces en medio de un bar, por ejemplo, extraídas de múltiples conversaciones, pronunciadas todas al unísono en la oreja, cuando se cierran los ojos con un trago en la mano y otros más en el hígado —donde, quién sabe, acaso resida el alma—. Voces sordas que persisten al oído aun cuando ya no dicen nada; como el oleaje del mar, y su murmullo, que se anuncia de lejos como diciendo espera: escucha, y llega a la playa a dejarnos su mensaje incomprensible. El mar, que siempre nos rodea, tiene el sonido del dolor pero no nos habíamos dado cuenta.
Nariz. El dolor tiene el olor de un perfume de mujer impregnado en la camisa una mañana tan, pero tan lejana, que ya se ha olvidado.
Tacto. El dolor es imperceptible siempre, y siempre latente, hasta que revela su aspereza. Es, por ejemplo, la memoria persistente e inútil de una suavidad de mujer que se tuvo entre los brazos, bajo las manos, sobre los labios, solo para saberla luego entre otros brazos, bajo otras manos, sobre otros labios.
Boca. El dolor es áspero y largo en la boca, donde produce sensaciones que concuerdan con las de la nariz. Tiene el sabor de la calle de la amargura, que se recorre lo mismo en los pasillos de un bar que a pie en la calle o en la velocidad de un taxi o entre el estómago y la garganta, frente al espejo del baño. Es una pequeña angustia que llegó para quedarse, para hacernos compañía, para ser una amiga fiel y constante. Es una bola que oprime el pecho desde dentro, que ahoga, que hace extrañar el aire, primero, y no desearlo más, después. El dolor tiene el sabor de un dulce irrepetible que se deshizo en la boca.
Alma. El dolor es una sensación mundana, es una experiencia del mundo, que necesita tiempo y espacio para vivirse. Sin embargo, se queda en el alma, ese lugar divino fuera del tiempo y del espacio adonde un buen día regresaremos —si acaso no residía en el hígado—. Entonces encontraremos el dolor nuevamente. Entonces conoceremos si ya no puede hacernos daño.
Publicado originalmente en mi blog «Uno, Dos, Tres, Probando», de la web de Etiqueta Negra, el 8 de abril de 2009.