Es hora de lanzar algunas observaciones luego de realizada la elección presidencial y congresal peruana, que a estas alturas tiene casi definida una segunda vuelta entre los derechistas Keiko Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski, el cual supera ya a la izquierdista Verónika Mendoza.
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Qué tristeza que en el Perú sean las encuestas, y no los planes de gobierno, lo que defina el voto de los electores. Parece que preferimos votar según nuestros caprichos y simpatías más que según una concienzuda comparación de planes de gobierno. ¿Será que los peruanos somos poco inteligentes y no podemos comparar ideas? Quizá. Pero hay también otra explicación posible: la obligación impuesta a las empresas encuestadoras de guardar en secreto sus resultados en la última semana antes de las elecciones. Este secreto en los días previos a votar crea un ambiente de tensa incertidumbre, propicio a la exacerbación de los ánimos y a la manipulación de quienes carecen de acceso suficiente a la información por internet por parte de quienes sí están informados. Este ambiente permite la aparición de campañas de desinformación que juegan con los miedos y prejuicios de la gente para inducir el voto, como el vergonzoso video «48 horas para salvar al Perú».
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Al final, 3 candidatos han reunido alrededor del 80% de los votos, lo que prueba que es ocioso tener una multitud de contendores en el tramo final. Está bien que haya libertad para que cualquier peruano pueda postular a la presidencia, pero tampoco es justo hacernos sufrir a los electores con un desfile de payasos o de individuos irrelevantes. Necesitamos, pues, un proceso de filtros y elecciones escalonadas, primero al interior de los partidos —al estilo de Estados Unidos— y luego en una suerte de eliminatoria organizada por los organismos electorales, a fin de ir reduciendo el número de candidatos para llegar a la elección final solo con 4 o 5, y evitar así de paso episodios como los de Julio Guzmán y César Acuña, excluidos a solo un mes de las elecciones.
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Para que tal cosa sea posible, es inadmisible que tengamos un debate presidencial a una semana de las elecciones. Debemos en cambio tener varios a lo largo del año. No es suficiente que un canal de televisión invite a discutir a los equipos técnicos de algunos partidos o que una radio haga algo similar con los candidatos a la vicepresidencia; debe partir del Estado, a través de sus organismos electorales, la iniciativa de organizar una serie de debates que vayan en paralelo a ese proceso de elecciones escalonadas que nos eviten tener que lidiar con una multitud de candidatos en el tramo final. Además, estos debates —es vergonzoso tener que decirlo— deben ser auténticos debates y no peroraciones desarticuladas entre sí en lapsos controlados por los moderadores. No necesitamos moderadores. Necesitamos periodistas o intelectuales que enciendan las ideas y que ayuden a los candidatos a enfrentar sus puntos de vista para comparar argumentos y resolver de la manera más convincente posible una serie de problemas.
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Hay algo preocupante. Esta ausencia de un debate real en el Perú no solo es patente en épocas electorales, sino todo el tiempo. No es raro escucharles a nuestros políticos —sobre todo a los de derecha— que no debemos «pelear», que el Perú necesita unirse y conciliar, y que los problemas se deben «despolitizar» y entregar a manos de técnicos calificados. Tengo la sensación de que no pocos de nuestros políticos confunden el odio con la discrepancia. Esta actitud es peligrosa porque les hace creer que las soluciones que ellos proponen para los problemas del Perú son respuestas acabadas y finales, buenas para todos, cuando en realidad son simplemente planteamientos que proceden de su visión del Perú. Hay otras personas en el Perú, que viven realidades diferentes y enfrentan problemas diferentes, lo cual les hace tener otra visión del Perú, y consecuentemente, otras soluciones, opuestas pero no por ello incorrectas o surgidas del odio. Oponerse no es odiar: oponerse es declarar que las cosas se viven de otra manera, declarar que la realidad es diversa y que esa diversidad exige confrontación, es decir, mirarse unos a otros con respeto para conocer las otras caras del Perú y hallar en el debate soluciones que nos convenzan a todos. Oponerse es vivir políticamente, y no podemos despolitizar la política, a no ser que seamos seres angelicales que floten sobre la superficie de las aguas o bestias feroces que sometan a sus semejantes mediante la fuerza y la violencia.