Por el vasto y negro cielo
el astronauta volaba.
Hacia la Luna distante
sus motores enrumbaba.
Todo el frío del espacio
su nave atravesaba
y ese punto diminuto
que era la Luna lejana
más grande y más grande era
conforme se aproximaba.
¡Ten cuidado, astronauta!,
que si en algo equivocaras
al usar tus instrumentos
o si tu nave fallara,
rondando la Luna irías
con vueltas que no se acaban,
sin que tu nave parase
ni hallase camino a casa;
a tu madre le darían
alguna fría medalla
y en el cielo selenita
tu cadáver se callara.
Operando cautamente,
el astronauta bajaba.
Sobre un blanco, blanco suelo
la nave alunizaba.
¡Qué sorpresas hallaría
en el medio de la nada,
entre durísimas rocas
y llanuras polvoreadas,
entre cráteres silentes
y silentes hondonadas!
¡Ten cuidado, astronauta!,
que jamás un alma humana
por este lugar paseó
ni volvió a contar nada.
Con cautela descendía
el hombre la escalinata,
no fuera que algún mal paso
al pie se lo fracturara
o fuerzas desconocidas
a la Luna lo aferraran.
Una vez que hubo sentido
en el pie la su pisada,
acabose de apear
en esa llanura extraña.
Lentamente diose vuelta
y abarcó con su mirada
aquella gran desolación
enteramente intocada.
Poco a poco, paso a paso,
avanzaba el astronauta
y sus pasos eran saltos
de tan ligero que estaba
en ese ingrávido mundo
muy lejos, lejos de casa.
Algún poquito de susto
al hombre se le pasaba
y ya andaba más seguro
con huellas a sus espaldas,
ya dejaba por doquiera
dispersa su maquinaria
para sondear los misterios
que la Luna se guardaba.
En su estuche recogía
rocas de brillantez rara:
su pecho se detenía,
los ojos se le entornaban.
Estas durísimas rocas,
¿qué esconden que falte en casa?
¿Es su soledad remota
o el brillo de su tez blanca?
Este silencio celeste,
¿es eso lo que buscabas?
De niño en casa solías
esconderte en las ventanas,
oculto tras las cortinas
solo la Luna mirabas,
y al llamado de tu madre
en silencio te quedabas
hasta que tu nombre lejos,
ya muy lejos resonaba.
En esa quietud muy fría
solo el vidrio te apartaba
de los rayos que la Luna
por el espacio te enviaba.
Hoy los rayos de la Luna
reflejaban tu mirada
sobre durísimas rocas
de figuras facetadas.
Ya de vuelta en su nave
se apuraba el astronauta,
encendía los motores,
programaba el rumbo a casa.
Cuanto dejaba atrás,
tal cual dejó, se quedaba:
es la hora del estruendo,
del despegue hacia la nada,
hacia ese mundo lejano
que instrucciones envïaba
de cómo fijar el rumbo
y cómo ajustar la carga,
de qué hacer si en la caída
la nave amarizara.
Ya su cuerpo reverbera
ajustado por la espalda
al asiento en la cabina
mientras el tiempo se pasa.
Por la ventana se asoma
cauteloso el astronauta;
la Luna, toda pequeña,
en el cielo se alejaba,
su brillantez blanquecina
en el ojo se quedaba,
y en el pecho del viajero,
el latido y la nada.
Imagen de cabecera: Módulo lunar del Apolo 12 visto desde el módulo de comando. Foto: Richard Gordon / NASA.