¿Qué sentido tiene lucir una barba grande en un mundo de encierro?
La barba es signo de hombría, lo que sea que esto signifique en el mundo posposmoderno. En todo caso, podemos discutir sobre qué significa ser hombre hoy y cuál ha sido la historia de la masculinidad, pero está fuera de discusión que si uno nace varón es muy probable que al llegar a la adultez le aparecerá algún tipo de barba. Aunque de a pocos, y empezando por el bigote.
Así me pasó a mí. Yo tenía quince años cuando me apareció una pelusa oscura sobre el labio superior, y las patillas se me prolongaban un poco. Entonces mi papá me regaló una rasuradora Gillette Sensor. No recuerdo con qué frecuencia me afeitaba. Seguro al menos los fines de semana, y con seguridad antes de las fiestas de quince años, para las cuales me puse terno por primera vez. Si mal no recuerdo, por esa época descubrí que ya no me llamaba la atención jugar con los muñecos de Star Wars, G. I. Joe o las Tortugas Ninja que guardaba en mi clóset. Era 1993 y el camino de la masculinidad parecía abrirse para mí. ¿Adónde me llevaría?
Si estuviéramos en el siglo XIX o en la primera mitad del XX, seguramente yo habría seguido una carrera meteórica por el camino de la masculinidad. Usaría pantalones, tirantes, zapatos, botas, camisas, sacos, corbatas, y me adiestraría progresivamente en labores masculinas como el estudio y el trabajo en oficinas (y posiblemente usaría algún tipo de barba o bigote según la moda de la época). Pero en el mundo posmoderno, en el que felizmente el estudio y el trabajo en oficinas ya no son labores masculinas, los signos de identidad del varón se volatilizan. Afeitarse en mi adolescencia era más un ritual de higiene que de afirmación varonil. Y en los años universitarios, a finales de los noventa, si nos dejábamos la barba una o dos semanas no era porque nos la quisiéramos dejar y cuidar, sino porque estábamos muy distraídos estudiando o jugando fulbito o saliendo de fiesta o durmiendo la siesta posalmuerzo antes de entrar a clase como para pensar en dejarnos crecer la barba. Los hombres éramos más bien niños grandes o adolescentes reincidentes: íbamos a la universidad con zapatillas, sandalias, shorts, jeans, pantalones como de piyama, polos de color entero, polos batik estilo hippie… ¿Éramos hombres? Éramos jóvenes, varones y mujeres, y daba la casualidad de que nosotros teníamos que afeitarnos la cara de vez en cuando.
Fui feliz en ambas barberías, y no solo por la copa de cerveza o de wiski que me servían mientras esperaba
Terminé la universidad y me adentré en la vida del adulto joven, que siguió siendo esa adolescencia prolongada que ya conocía. Ya no iba a clases, pero seguía saliendo de fiesta o a conciertos con los amigos. Ya no jugaba con muñecos, y había vendido mi Nintendo, pero sí invertía horas en desarrollar mi civilización en Age of Empires, mientras que muchos amigos míos se decantaban por diversidad de videojuegos en nuevas plataformas, como PlayStation. A diferencia de nuestros abuelos, nosotros no estábamos ocupados en casarnos ni en edificar nuestras casas de dos pisos con jardín, sino en proseguir tras el hilo de nuestras vidas entre el estudio, el trabajo, la búsqueda de proyectos, la diversión y el amor, y de un piso donde vivir con nuevos o conocidos roomies, si acaso no seguir viviendo con los padres, como yo. El camino de la masculinidad era largo y misterioso (aunque no tanto como la precarización de la clase media).
Diciembre del 2016. Para entonces, hacía ya un tiempo que yo venía alternando entre afeitarme totalmente en la primera mitad del año, cuando hacía más calor, y dejarme barba en la segunda mitad del año, la más fría. Aunque era una barba corta, controlada, que me recortaba con máquina todos los domingos. Pero en diciembre del 2016 estuve con mucho trabajo y no tuve tiempo de recortarla, de modo que para Navidad había crecido. Entonces me dije un día frente al espejo: ¿y si me dejo crecer la barba todo el próximo año? No era la primera vez que la tendría: cuando cumplí veinte años entré a la facultad, y quizá la naturaleza, viéndome un eterno adolescente, quiso premiarme haciendo que por fin me creciera la barba completamente. Entonces, emocionado, me la dejé crecer casi todo el primer ciclo de facultad, pero fue un desastre: no sabía cómo cuidarla (ni mi papá ni mis abuelos usaron barba) ni había barberías por todos lados como ahora, así que los pelos de la barba se me enredaban, se me partían las puntas y me salió caspa. A afeitarse, me dije, y pasaron años de pasarme la cuchilla por la piel. Pero diciembre del 2016 ya era otra época, las barbas estaban regresando tras décadas de ausencia, se escribía al respecto y se multiplicaban las barberías y los productos para la barba. Seguramente estaba yo animado por este nuevo ambiente cuando tomé la decisión. El 2017 sería para mí el año de la barba.
Y no solo el 2017: también el 2018 y el 2019 y el 2020. Cuatro años de barba. ¿Por qué no me afeité? ¿Descubrí que, a pesar del gasto en productos para la barba y las visitas a la barbería, ya no gastaba en cuchillas ni espuma de afeitar, y a mi piel ya no la cortaba accidentalmente? ¿Me gustaba la imagen de filósofo-sabio-santo-guerrero-asirio-conquistador-hispano-hombre-que-ha-visto-algo que el espejo me devolvía? ¿Me faltaba tiempo para examinar la posibilidad de afeitarme luego de años? Todas las anteriores.
No fue un camino sencillo. Los primeros meses fueron caóticos. Una vez superada la etapa de molestia que producen los pelos de la barba al picotear el cuello y la garganta al crecer durante las primeras cinco o siente semanas, la barba se estabilizó y creció bien, pero cuando el tamaño aumentaba era evidente que requería más cuidado que mi cabello, y no tenía idea de cómo lograrlo. Empecé a informarme por internet y a buscar alguna buena barbería. Ese fue todo un camino, que me llevó desde barberías antiguas que acumulaban más decadencia que espíritu clásico hasta barberías modernas que, en busca del espíritu clásico, se desviaban por el rumbo del mal gusto. En estas exploraciones mi barba conocía avances y retrocesos: crecía por naturaleza y se recortaba mucho o mal por impericia de los barberos con quienes caí. Hasta que di con la barbería Mr. Jacobs, donde vendían productos de El Turco, lo que me llevó a descubrir luego la barbería de El Turco en Barranco. Fui feliz en ambas barberías, y no solo por la copa de cerveza o de wiski que me servían mientras esperaba. El corte de pelo era mejor de lo que yo hacía solo en casa con mi máquina, y usaban champús de aromas amaderados que no se encuentran en los supermercados; y para la barba, me aplicaban mezclas especiales para humectar, y luego un paño húmedo caliente que me dejaba libre solamente la nariz, mientras mi mente, oculta bajo el paño, se perdía en la oscuridad de mis ojos cerrados, tal como cuando tenía cinco o seis años y jugaba a cerrar los ojos para ver la oscuridad. Era un momento extraño ese cerrar los ojos y dejar irse los minutos. No me veía, no sabía cómo lucía, cómo estaba mi barba o si tenía siquiera… Podía ser adulto, niño, tener cualquier edad: la oscuridad tras los párpados no hace distinciones. ¿Acaso estaba descubriéndome a mí mismo, alguien, algo, trascendente a las apariencias? Nunca lo supe: era en esos momentos que me retiraban el paño caliente, me afeitaban los bordes de las mejillas, me afinaban el bigote y me delineaban la barba para encauzarla pareja como un rectángulo que descendiera por mi cuello. Algo de aceite al final y listo para salir. De hecho, salía, pues tomé la costumbre de separar cita en la barbería justo en días en que tenía reuniones en Miraflores o Barranco. Y si no tenía reuniones, salía para allá de todos modos a tomar alguna cerveza y lucir mi barba recién hecha.
En mi interior me decía que tampoco quería ser un eterno barbado, y que algún día me afeitaría
¿Qué era esa barba que tan bien me arreglaban en Mr. Jacobs o en El Turco y que tanto orgullo me daba? ¿Era una máscara tras de la cual yo ocultaba mi rostro por alguna razón? ¿O era la expresión natural de mi persona, algo que emergía de dentro de mí para revelar al hombre que por décadas tuve escondido tras la disciplina higiénica de la navaja?
La respuesta a esa disyuntiva la aplacé. Simplemente seguí dejándome la barba y cuidándola porque me gustaba, y nunca llegué a examinar lo que la barba significaba para mí. Creo que aprovechaba el pretexto de estar muy ocupado todo el tiempo para no tener que detenerme a responder la pregunta. ¿Por qué la barba? No lo sabía. Como fuera, en mi interior me decía que tampoco quería ser un eterno barbado, y que algún día me afeitaría. ¿Cuándo? Cuando lograse algo importante, y lo celebraría yendo a El Turco o Mr. Jacobs, para experimentar la afeitada clásica con navaja. A veces incluso fantaseaba con la conversación:
—¿Qué desea, señor?
—Quiero afeitarme.
—¿Toda la barba?
—Sí, completamente.
—Qué pena, caballero, con lo bien que le queda. ¿Se puede saber por qué?
—Es que he alcanzado un logro sin igual en mi vida, y quiero celebrarlo con un cambio importante, así que pensé que una afeitada clásica sería una buena opción.
—Entiendo perfectamente, caballero. Aguarde, que en un momento preparo la navaja. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
—Un Jack Daniel′s, por favor.
—En seguida, caballero.
Pero no fue un logro sin igual en mi vida lo que llegó en el 2020, sino la pandemia del coronavirus y su secuela de muerte, dolor, incertidumbre, desesperanza, hartazgo y desafección. Encerrado en casa, ya no pude ir a la barbería a darme mantenimiento, así que tuve que cuidar de mi barba lo mejor que podía, comprando aceites en línea, cepillándola, recortándola en los bordes… Pero no era lo mismo luego de un año sin cuidado profesional. Con cierta frecuencia algunos pelos se entrampaban mucho y no los podía desenredar, así que tenía que cortarlos, y el perfil general de la barba se desfiguraba un poco. Por otra parte, cuando salía al supermercado, nunca tenía la mascarilla herméticamente cerrada, y en los primeros meses del confinamiento la gente llegaba a agolparse mucho en torno de las frutas y de las verduras; ¿estaba mi salud en riesgo con una mascarilla que no cerraba bien? Además, cuando me animé a volver a correr, usando la mascarilla quirúrgica de tres pliegues —acaso la única que permite más o menos respirar mientras se hace ejercicio—, descubrí que la varilla de la nariz se me subía hasta los ojos impulsada por la barba, que impedía el cierre de la parte inferior de la mascarilla, y tenía que bajármela a cada rato.
¿Había llegado la hora de afeitarse?
Nota
Imagen de cabecera: Autorretrato prepandémico.