¿Es la barba en la era de la pandemia un riesgo para la salud?
Según el doctor Elmer Huerta, usar barba no necesariamente implica un peligro sanitario en estos tiempos de covid: a septiembre del año pasado, no había estudios que demostraran que la barba incremente el riesgo de contagio, pero el doctor consideraba entonces que si secreciones infectadas cayeran en la barba, eventualmente podrían llegar a la cara y quizá infectar. Parece un riesgo pequeño, pero quizá por él hubo en España trabajadores de la salud que con la etiqueta #Yomeafeitoporti se desprendieron de sus barbas para que la mascarilla se les cerrase herméticamente y pudieran estar así más seguros, en vista de hallarse ellos continuamente expuestos al virus. En conclusión, la barba no aumentaría el riesgo de contagiarse, pero ciertamente impide un cierre completo de la mascarilla sobre el rostro.
Si fuera médico o si trabajara expuesto a mucha gente, afeitarme sería la opción más sensata; pero ese no es mi caso, pues salgo muy esporádicamente, y siempre con mascarilla. Sin embargo, ¿de qué sirve tener y mantener una barba si la vamos a ocultar tras una mascarilla hasta que pase la pandemia, quién sabe en qué año? La barba pierde así su sentido como símbolo, cualquiera que este sea. Por otro lado, la perspectiva de salir a votar este 11 de abril y encontrarse atrapado con mucha gente en lugares cerrados atemoriza casi tanto como el ascenso del extremismo de derecha. Al extremismo no se le puede combatir afeitándose, pero al riesgo de contagio, sí.
Me queda todo claro. No habré tomado una decisión electoral aún, pero sí sobre mi apariencia.
Sábado 20 de febrero. Es de tarde. El sol está por desaparecer, así que debo encender el fluorescente del baño. Conecto la cortadora Remington, que hasta ahora solo he usado para mantener mi cabello muy al ras, pero que ahora recorre el perfil de mi quijada mientras mi barba cae ligerísima sobre el piso. Rápidamente soy otro, quizá más joven: aunque irregular, tengo ahora la barba que solía dejarme en los antiguos inviernos, de dos o tres semanas de largo.
Tomo la rasuradora Kuchuy, de Ecologics, que me recomendó mi hermana menor. Vino muy bien, pero sin cuchillas, lo cual no me preocupa porque mi papá me ha mostrado unas cuchillas antiguas Schick y Gillette que tiene guardadas de la era pre Gillette Sensor. Pienso que debería preocuparme por afeitarme con cuchillas que tienen un par de décadas de antigüedad, pero nunca han sido usadas: están envueltas en sus fundas de papel. ¿Tendrán filo? ¿Recordaré cómo afeitarme? ¿Lo haré sin cortarme demasiado?
¿De qué sirve tener y mantener una barba si la vamos a ocultar tras una mascarilla hasta que pase la pandemia, quién sabe en qué año?
Desenrosco el cabezal de la rasuradora Kuchuy. Es una máquina elegante, de acero inoxidable gris oscuro. Pongo una cuchilla Schick en el cabezal y lo giro sobre el mango. La dejo lista sobre el lavabo mientras agito la crema de afeitar Gillette y obtengo tal vez un exceso de crema sobre la palma de la mano izquierda. Cubro con ella mi masticada barba hasta quedar convertido en una especie de Papá Noel confundido. Me decido. Coloco la base del cabezal sobre el inicio de la patilla derecha, y aplicando algo de presión, hago que descienda sobre el carrillo. Se produce un suave sonido metálico, como de lija o engranaje, mientras la crema se acumula bajo el cabezal de la rasuradora y se retira de mi rostro, revelando la piel que estuvo cuatro años escondida. La antigua cuchilla de mi papá ha perdido filo, y mucho pelo aún queda por afeitar. Abro el cabezal y cambio la Schick por la Gillette, y repaso la máquina una y otra vez sobre mi piel, pero todo lo que obtengo es irritación y una quijada semiafeitada.





Como no quiero seguir sangrando, dejo de lado la Kuchuy, tomo la Gillette Mach 3 de mi papá y le pongo uno de sus cabezales nuevos. En cosa de un minuto estoy listo. Fue como en los días de mi adolescencia: sin mucha pericia técnica, tomo el mango y paso el cabezal de arriba abajo una sola vez, y de abajo arriba o por los costados solo un poco, barriendo la cara hasta terminar. Estas afeitadoras modernas no serán amigables con el medio ambiente, pero permiten que cualquiera se afeite bien, sin cortarse casi nada, y rápidamente, de modo de estar listo de inmediato para salir a la oficina. Algo sin embargo es distinto de los días de mi adolescencia: entonces empezaba por afeitarme el bigote, que era casi todo el pelo que me crecía en la cara; ahora, me he afeitado toda la cara pero dejándome el bigote, y la mosca, quizá para parecer un caballero del siglo XVII. No sé… después de cuatro años de barba, esta afeitada sanitaria no va a despojarme de todo. Quiero al menos guardarme algo para mí, y exhibirlo en gesto de rebeldía. Sí, creo que me dejé el bigote como protesta. El sistema sanitario peruano no va a mejorar por esto, pero yo me miraré al espejo y recordaré que soy otro. Que debo serlo.
Sábado 27 de febrero. Es de tarde y tengo barba de una semana. Tengo también un paquetito de cuchillas para la rasuradora Kuchuy. Son coreanas, marca Dorco. Las compré en línea en Ecologics. Buena compra: diez unidades por cuatro soles. Veo por otro lado que si hubiera comprado la rasuradora en estos días, esta habría venido con dos cuchillas de regalo y me habría evitado los cortes de la semana pasada. En fin, mejor la corto, que ya no vale llorar sobre la sangre derramada.
El bigote es un acto de la voluntad que envía un mensaje claro
¡Qué diferencia! Esta sí que es una cuchilla nueva, la Dorco. Desciendo el cabezal en líneas rectas hasta el borde de la quijada, y luego hacia arriba desde el cuello. Escucho nuevamente ese sonido casi metálico, de raspadura, mientras despejo mi piel con pocas pasadas y casi sin cortes, y ciertamente sin irritaciones. Mi muñeca parece habituarse a los cambios de presión y de sentido por la cara, el mentón y el cuello. Afeitar los contornos próximos a los bigotes es particularmente riesgoso —no quiero malograrme el bigote, cuyas puntas estoy tratando de alzar moderadamente, al estilo de los virreyes de los Austrias—. Creo que puedo lograrlo si inflo la mejilla con la lengua, para exponer la base del pelo y pasar por ahí sin tocar los bordes del bigote. Sí, sí se puede.
Agua y jabón, y algo de algodón con alcohol sobre un par de cortes pequeños, y listo. Luego, pasar un poco de crema Nivea en vez de loción para después de afeitar sobre la piel recién afeitada para ayudarla a recuperarse rápidamente, y con los restos de crema que hay en los dedos, afilarse los bordes de los bigotes, una, dos, tres veces, quizá no mucho hacia arriba sino solamente en paralelo al piso, para que sobresalgan de la cara. Sí, creo que he terminado. ¿Me ha quedado muy largo el bigote? Quizá. Quizá pueda recortarlo un poco.

Estoy en la ducha lavándome la cabeza. Hago un extra de espuma y lo conduzco al mentón para lavarme la barba, pero no hay nada ahí, así que prosigo con el cuello. Una vez que he terminado, extiendo la mano para tomar la toalla. Me seco la cabeza, la frente, la nariz, la nuca… y cuando busco la barba para secarla, no encuentro nada. ¿He perdido parte de mí?
Han pasado ya unas semanas en que vengo usando mi máquina nueva, no a diario, pero sí dos o tres veces por semana. Me gusta el ceremonial que implica este tipo de rasuradora. Debo examinarme la cara, hacer un plan para no pasar muchas veces el cabezal y no dañar la piel. Es decir, debo conocer mejor mi cara y mi barba, y debo adquirir maestría en el uso de la rasuradora. Es cierto que estas consideraciones son inexistentes cuando se usa una máquina “moderna”, que permite una afeitada eficaz y rápida independientemente del conocimiento que tengamos de nuestra cara y de la pericia de nuestra muñeca. Es justamente esto lo que me gusta: ya no quiero usar una máquina robotizante que me deja listo para la oficina; me gusta más esta rasuradora que me obliga a ser más responsable de mi cuerpo y de mi apariencia, que me ayuda a conocerme mejor y que me permite hacer de la afeitada ya no ese ritual veloz de mi vida adolescente o del inicio de mi vida laboral, sino un momento para mí, en el que puedo escuchar ese sonido metálico de raspadura mientras mi mente, atenta al trazo del cabezal, divaga por el vacío de mi vida, buscando no sé qué.
Me he recortado algo los bordes del bigote, aunque conservando ese ánimo alzado. El bigote, ¿qué significa? La barba, o uno se la deja crecer bien o se la deja unos días, por descuido. Es la típica imagen del universitario o del atareado freelancer, la barba de una semana. Es muy juvenil, vaya. En cambio el bigote surge como signo de madurez; es un acto de la voluntad que envía un mensaje claro: estoy tomándome el trabajo de afeitarme seguido y con cuidado para dejar sobresalir este bigote, y estoy dándole una forma específica para que se destaque, y me destaque yo con él, en medio del enjambre de hombres apresurados, rasurados y encorbatados que el siglo XX ha enviado por millones a transcurrir por las calles y avenidas muy temprano en la mañana, para aguardar en sus cubículos el final de la jornada.
Vamos, tampoco es que yo sea ajeno a ese enjambre y a sus preocupaciones, o que carezca de cubículo —de hecho, está esperando por mí a que esta pandemia termine—. Yo también aguardo el final de la jornada. Pero lo hago con bigote. Y uno alzado.
¿Es este el final del camino de la masculinidad para mí? Espero que no. Espero que, cuando mi mente divague por el vacío de mi vida mientras el cabezal de la rasuradora produzca en mi rostro un ligero sonido metálico, como de raspadura, pasando del carrillo a la garganta, mi mente, decía, dé con algo. Alguna idea, alguna visión. Alguna solución. O quizá yo mismo.
