No voy a escribir por ahora sobre la exitosa marcha de #NiUnaMenos de este sábado 13 de agosto, en la que tuve el privilegio de participar. Sobre eso ya ha venido escribiendo gente más informada y más talentosa que yo.
En vez de eso, quiero hablarle a mi amigo Víctor, quien, desilusionado, ya no va a marchas porque encuentra que ahora la gente va a ellas más por novelería que por convicción —lo cual en parte es cierto—, lo que no pasaba en las marchas de antes, como la de los Cuatro Suyos, en las que uno se jugaba la integridad física.
Yo le diría a Víctor que esto es algo en parte malo y en parte bueno. Es cierto que ahora las marchas se han institucionalizado, son algo normal y normalizado en nuestra vida política, los funcionarios públicos ya se las esperan y no las combaten —de hecho, oponerse a una marcha es ahora algo políticamente incorrecto—, y muchos asisten a ellas porque cómo les va a faltar el selfie o la foto respectiva para el Instagram y el Face (yo mismo he caído en la pose).
Las marchas están ahora domesticadas, pues, y eso les quita el aura combativa y romántica que tenían antes. Esa es la parte mala. La parte buena es que el hecho de que las marchas sean por fin algo aceptado y aceptable en el Perú revela que la práctica de la libre expresión en el espacio público es cada vez más un derecho político concreto que llegó para quedarse entre nosotros. Y eso es más importante que la pérdida de un aura romántica.
Nota
Imagen de cabecera: Marcha de #NiUnaMenos por la Av. Inca Garcilaso de la Vega. Lima, 13 de agosto del 2016. Foto: Álvaro Sialer Cuevas.