Día del padre, día del hijo

Hojeo las Prosas apátridas de Ribeyro y no encuentro esa cita suya sobre cómo los años que gana su hijo son los años que pierde él, según me hace recordar, quizá equivocadamente, mi imaginación. Ya no estoy seguro de si Ribeyro es el autor de la idea o de si me lo parece por su capacidad de atrapar realidades ocultas en las sutilezas de la vida cotidiana. Como sea, quiero quedarme con esa paradoja del tiempo ganado por el hijo y perdido por el padre.

En realidad, el tiempo es el mismo. Pasa para los dos, de modo que ambos ganan tiempo y pierden tiempo: los dos ganan años, y así los hijos dejan de ser niños y se dirigen a la adultez; y los padres dejan de ser jóvenes y se enrumban a su vejez. Por esto mismo ambos pierden años, ambos mueren progresivamente, pero a destiempo: padres e hijos viven y mueren intercaladamente, generación tras generación, cantando sin darse cuenta en la armonía de la vida.

¿Cómo así puede decirse que los años que gana el hijo los pierde el padre? Ello implicaría que quien no tiene hijos no pierde años y no envejece, pero sabemos que no es verdad, ¿o sí? Imaginemos, pues. Imaginemos a alguien que nunca creó una familia. Alguien que nunca tuvo una pareja con quien establecerse e instalarse en una casa y llevar hijos a esa casa y trabajar año tras año para mantener esa casa y resolver los problemas y retos que los hijos traen a la casa mes tras mes y año tras año por una década, dos, o hasta más. Esta persona que no fundó una familia y que no se desgastó por ella está sola. Está intacta. Quizá como detenida en el tiempo. Solo tiene por delante resolver los problemas del día, cumplir con sus obligaciones cotidianas. Cuando era un niño, estas obligaciones eran las tareas escolares; de joven, los trabajos y exámenes universitarios, y de profesional, los encargos de la oficina. Mes tras mes, año tras año, década tras década, esta persona debe atender los problemas que le genera su propia existencia. Quien no es padre siempre es hijo. Luego llega el momento de la muerte de los padres y el hijo queda solo: su individualidad se revela inequívocamente. El hijo es un individuo, alguien originado y responsable solo por sí mismo, abandonado ante el flujo del tiempo. Es alguien cuyos lazos están detrás de él, no adelante, alguien con mucho tiempo para recordar y constatar su individualidad, a veces con alegría por las enseñanzas recibidas y los logros alcanzados, y a veces con la amargura de descubrirse como una uva que se seca sin racimo.

El padre en cambio no es así; ya no es un individuo, o no es un individuo solamente. El padre también es hijo, pero no tiene tiempo de pensar en ello: él vive por sus hijos, o, mejor dicho, se desvive por ellos. Los hijos agotan toda la energía de sus padres, desde la angustia que les causan por las enfermedades infantiles hasta los líos adolescentes y los problemas pequeños y grandes con las familias de los hijos cuando estos crecen. Cuando nace su primer hijo, el padre renuncia a vivir su individualidad y se aboca a satisfacer las exigencias de este nuevo ser, hasta darle finalmente su vida, que queda así definida por la paternidad: las decisiones laborales, financieras, inmobiliarias, vehiculares que tome, y todas las demás, estarán condicionadas por las necesidades de los hijos. Y mientras más años cumplen los hijos, más años debe invertir el padre en dárselos, hasta que estos hayan crecido y madurado lo suficiente para vivir por sí mismos. Recién entonces, cuando los hijos se van, los padres recuperan su individualidad y caen en la cuenta de lo que ha sido su vida, para bien y para mal. En esta cuenta que hagan descubrirán los años que se les han ido, consumidos por sus hijos. Si ese consumo de la vida se revelará como una experiencia amarga, o dolorosa pero fructífera, eso ya es otra historia.

Quiero detenerme en ese momento en que los padres, ya sin los hijos, evalúan cómo ha sido la vida que perdieron como individuos; y los hijos, ya sin los padres, se descubren como individuos abandonados al futuro. Ambos pueden lamentar o celebrar su pasado familiar, y ambos pueden, y deberían, hacer algo provechoso con los pocos o muchos años que les queden por delante como individuos. En cualquier caso, cuando examinan su pasado familiar, padres e hijos se encuentran siempre interactuando: estos, ganando años, y aquellos, perdiéndolos por ellos. Ambos descubren entonces que son mutuamente responsables de su pasado: si lo recordarán con amargura o con orgullo y alegría dependerá de qué tan buenos fueron los padres invirtiendo sus años en los hijos, y qué tan buenos fueron estos aprovechando los años que les obsequiaban sus padres.

Los años que ganan los hijos son los que pierden los padres, como las caras de la misma moneda, así que el desgaste de la moneda que es la vida familiar puede ser un desperdicio o una inversión en la que padres e hijos intervienen. Así que el Día del Padre es también un día para los hijos. Padres e hijos, vivos o muertos, se convocan en este día para averiguar qué ha sido la vida y descubrirse, ojalá, fortalecidos para afrontar las aventuras del día siguiente.

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